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Marcelo Bielsa

Corría el 73´ en el Elland Road una tarde de abril de 2019. Penúltima jornada de la segunda división inglesa y Leeds, dirigido por Bielsa, al acecho del liderato, solo una victoria en su casa los mantendría en la lucha por el ascenso y un botín de 60 millones de libras. Un central del visitante Aston Villa cae por una lesión, sus compañeros infieren un marcaje arbitral y desdibujan la guardia, pero los locales continúan su carrera y el balón roza las redes.

El caos es inmediato, se encaran las camisetas, la alevosía contra la desconcentración. El técnico de casa grita fúrico y convoca a sus jugadores para señalar la próxima jugada. Incrédulos, se plantan en formación de saque inicial y permanecen paralizados, permitiendo el tanto de la igualada. Nadie entiende lo sucedido, solo el mandamás del banquillo. El marcador no se inmutó más y Leeds sepultó su posibilidad de gloria inmediata. La zona mixta era un juzgado en busca de una verdad lógica. Apareció por fin el artífice de todo y es cuestionado: “¿Por qué indicaste que regalaran el gol?”. “Porque no lo regalé, solo lo devolví”, palabras de sentencia por parte de Marcelo Bielsa.

De un rato para acá, el mundo se excusó de los avances tecnológicos para ser severamente estatista. Es innegable que esto ha permitido detonar programas de mitigación de pobreza, aumento de salarios, redistribución de programas sociales y prácticamente mejorar la calidad de vida de las personas.

Pero, ¿dónde cabe una sonrisa, los atardeceres y todo aquello que no precisa la cuantificación? Navegar entre la situación y la interpretación bajo la originalidad de cada experiencia hace del resultado una mera circunstancia del motivo. No hay mayor oposición en la persecución de la ética, el consenso no pone en cuestión la teoría, sí la iteración. Entonces los principios se vuelven polígonos maleables a la superficie de cada situación. La permisión eficaz vino a restar virtud a nuestra cotidianeidad. Hay inconformidad, pero la voz no ha hecho vibrar lo suficiente a las convicciones.

La integridad es un recurso escaso, pero aún no extinto. Surgen seres que aleccionan el valor del camino menos inmediato, no inercial y de menos satisfacciones numéricas, pero con un profundo sentido de revalorización por el embellecimiento de las pisadas en una vereda de espinas cuantitativas. Les adjudican la locura. Merece la pena referirlos.

El primer loco data del siglo IV a.C. dentro del esplendor ateniense de la antigua Grecia. Tras participar en la guerra del Peloponeso, el joven Sócrates determinó que su vocación sería la búsqueda de lo bello, virtuoso y verdadero a través de la filosofía. Dos mil años después, un chico rosarino de la Argentina ingresó a las fuerzas básicas de su equipo Newell’s. Distaba de la virtud máxima en aspecto alguno, pero le bastó para alcanzar la Primera División. Tres partidos después, Marcelo Bielsa se retiraba del rectángulo de cal a los 26 años. No era un capricho, tan solo su primer gran escrutinio a sí mismo.

Tras graduarse por educación física, tocó la puerta de su estadio y pidió trabajo en las fuerzas básicas. Su encomienda fue reclutar jóvenes de toda la Argentina. Compró un mapa, segmentó en 70 cuadrantes y los recorrió desde su viejo Fiat por más de 25 mil kilómetros. Al saber que un chico promesa firmaría la mañana siguiente con otro club, condujo la noche hasta llegar a la casa del muchacho a las 2 a.m. Tocó a la puerta con desquicio, habló con la familia y horas después firmó con Newell’s. El muchacho alcanzaría la selección y, como técnico, un subcampeonato de Champions. ¿Su nombre? Mauricio Pochettino.

No menor era la excentricidad de Sócrates. Al conocer la profecía del Oráculo de Delfos que le reconocía como el hombre más sabio en la Tierra, quiso encontrar el conocimiento en los hombres. En el camino, entendió al vicio como el resultado de la ignorancia y que las máximas a seguir en el conocimiento eran la virtud, el amor y la justicia. En su andar inicial, encontró sujetos que hablaban sobre lo que no sabían y eran autonombrados como sabios: los sofistas. Marcelo los detectó en los defensores del marcador como métrica única de evaluación: los resultadistas, capaces de pervertir la identidad al acomodo de la situación y negociar las formas con tal de mover la pizarra a favor propio.

Ante esto, Marcelo recordó que vivía en un barrio donde el logro era tener un auto y el reconocimiento estaba en función del lujo, pero ciertos que la admiración estaba en función del mérito que había hecho esa familia para conseguir el auto. “Había familias que trabajaban y se compraban un Seat, otras que ganaban la lotería y compraba un Mercedez-Benz. Nosotros valorábamos a los del Seat”.

A partir de ahí, aprendió a valorar no lo conseguido, sino lo merecido. Eso sí, con una exigencia delirante a la perfección. Alcanzó la dirección técnica en primera división y logró el bicampeonato. De entre la hipocresía del elogio, pedía solo ser juzgado por el método. Había nacido una nueva manera de mirar al deporte. Su fórmula era muy sencilla: atacar mucho y recuperar con la ilusión de volver a atacar, el resto ya es solo esperar la compañía de la suerte.

Cumplida la profecía en Newell’s, no así su intrínseca misión pastoral, Bielsa miró más allá de su mapa y emigró a México en el 94 para formar las fuerzas básicas del Atlas, creando una estructura de atención a más de 10 mil jóvenes. Poco después asumió la dirección técnica y concluyó su ciclo. No brindó títulos, pero sentó las bases para que el equipo llegara años después a su primera final, legando también la columna vertebral de la selección mexicana en 2006. Los proyectos de corto plazo jamás le acomodaron, poco importaba que su estancia no fuera prolongada. De ahí que la afición eternizó la reciprocidad en una frase: “Loco, el tiempo te dará la razón”.

Volvió Marcelo a su patria y dirigió Vélez, consumando nuevamente el éxito estético. Esto le abrió la puerta al futbol europeo y fichó para el Espanyol, pero su gestión duró poco más de dos meses. Recibió una llamada de la Asociación del Fútbol Argentino: querían que dirigiera a la co-candidata al título en Corea-Japón 2002. Bielsa asumió un lugar en la élite y arrasó en las eliminatorias.

Sócrates, por su parte, había adquirido fama por la búsqueda de la verdad a través de la exposición argumentativa de la dialéctica, seguro que “una vida que no ha sido examinada no merece ser vivida”. Recibía decenas de supuestos sabios con el ego intelectivo suficiente para retarlo. A través de la mayéutica, plasmada en El Banquete y El Teeteto, hacía entrar en contradicción al formulador de la tesis y favorecía el uso de la razón desde el locutor mismo.

Por su parte, el seleccionador no tenía plazas públicas, pero hacía de las ruedas de prensa su foro único para combatir la superficialidad inmersa del periodismo. Tomaba 20 minutos, si fuera necesario, para responder una pregunta, apelaba a la forma, el método como óptica de éxito y no al engaño del marcador. Quienes llegaban en busca del sensacionalismo de una nota, o desistían o eran aleccionados.

Llegó el compromiso mundialista. La expectativa vaciló con una victoria mínima ante Nigeria y tragó saliva por la derrota a Inglaterra. El último encuentro obligaba a vencer contra Suecia. Al medio tiempo, el empate a cero no era suficiente, pero el análisis de Bielsa era muy claro: «continúen así». No bastó. Suecia convirtió y eliminó a los albicelestes en fase de grupos. Para entonces, las primeras planas eran importadas desde el continente asiático pidiendo la destitución del héroe caído; condenaron de caduco el método apenas no se acompañó del marcador.

En Atenas, los políticos argumentaron la perversión de jóvenes y negación de deidades para denunciar a Sócrates. Uno porque las formas no correspondieron al hambre mediático, otro porque la exhibición de ignorancia a terceros era ya inaudita para el poder tradicional. Ambos por corromper el dogma de una genialidad revestida de locura. El juicio habría de comenzar.

Volvemos después del entretiempo.

Leer más: La apología de Bielsa: segundo tiempo

Por: Willy Sepúlveda / @WillySepu1

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