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Garrincha: la estética de la diferencia

¿Verdaderamente qué tan sano estás? En estos momentos miles de células cancerígenas probablemente profanan tu torrente sanguíneo, alguna de las arterias que alimentan a tu corazón se asfixia en un cúmulo de colesterol, o la desviación de tres centímetros que tiene tu columna vertebral frustrará tu carrera en la escuela militar. Pero fuera de eso, vivirás en un “état de grâce” que de manera inmisericorde te regala la vida, del que pocas veces das cuenta y ni siquiera lo ves. Estás aparentemente sano.

Manuel Francisco dos Santos, Garrincha, nació con malformaciones congénitas. Sus huesos congeniaron una cruenta treta durante su desarrollo. La incorrecta osificación y alineación de sus vértebras le propiciaron una marcada escoliosis, al mismo tiempo que la incorrecta rotación del fémur condicionó que sus rodillas se torcieran de manera anómala: una apuntando hacia el exterior, y la otra hacia el interior, como quien, tímido, se avergüenza de sí mismo y busca esconderse.

Cuenta la leyenda que nunca existió rival al que Garrincha no pudiera vencer en el mano a mano.

Si Garrincha hubiese nacido en Alemania, seguramente se desempeñaría como un renombrado catedrático, deambulando con arrogancia y sofisticadas órtesis por los pasillos de la Universidad de Leibniz. De haberlo hecho en Oxford, Reino Unido, quizá sería un físico teórico con innumerables honoris causa en su currículum.

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La realidad es que con altas probabilidades, de haber nacido en algún país latinoamericano, Manuel se ganaría la vida en algún oficio mal pagado, en el mejor de los escenarios. Y es que no se trata de estereotipos ni de satanizar culturas. Se trata de percatarnos del importante papel que juega la sociedad en el concepto de salud-enfermedad, en las oportunidades que se le da a la persona con discapacidad, al convaleciente, al enfermo.

Pero la historia posee un sentido del humor que no acabamos de entender. Decidió que “Mané”- para los amigos- habría de nacer en Pau Grande, Río de Janeiro, alejado muchos años de nuestra visión, de nuestros prejuicios y de nuestra actualidad, en 1933.

Contra todo pronóstico y teoremas, era poseedor de una habilidad increíble con los pies para conducir una pelotita. Mané desde pequeño mostraba pinceladas de algo diferente.

Conforme creció, encontró en las canchas de futbol el lugar perfecto para desvanecer todo complejo: en cada gambeta se olvidaba de esa maldita mecánica de su cuerpo, que renegaba de su talento con el balompié; cada cambio de ritmo endemoniado en el que dejaba paralizados a sus oponentes, desafiaba a la física de tibia, fémur y peroné juntos. Contagiaba de alegría el campo, alegría de juego.

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Irónicamente su carrera futbolística comenzaría con pasos tambaleantes y torcidos. Después de ser rechazado por distintos equipos y con la ilusión agonizando, el Botafogo rescataría a nuestro maltrecho protagonista, abriéndole las puertas de su cancha.

En el juego de prueba para enrolarse en las filas del Belo, cuenta la historia que desahució al internacional brasileño Milton Santos durante todo el partido, al grado de obligar al lateral a platicar seriamente con el dueño del club: pidió expresamente que se le otorgara un contrato al irreverente juvenil que recién había llegado, de manera que en el futuro no tuviera la molestia de volver a enfrentarlo.

Mané encumbró a su club a lo más alto en el campeonato brasilero y escribió con letras de oro el nombre de la verdeamarela en el futbol. Pronto se hablaba de él en Suecia, en Chile, en la URSS… era amado a lo largo y ancho de Brasil.

Se hablaba de su inigualable talento, de sus picarescos regates, de su displicente capacidad para desbordar a línea de fondo, de la forma tan efusiva con la que jugaba, de lo mal que hacía ver a los defensas rivales. Sus rodillas apuntaban hacia el interior, pero el valgus de su pie derecho arrancaba hacia la banda, confundiendo, paralizando al marcador. Su otrora grotesca y torpe composición corporal se transformaba en estética cual ave grácil y veloz.

Querido por aficionados de casa, querido por aficionados de los equipos rivales. La realidad es que Mané no jugaba para el Botafogo ni para la selección brasileña: él jugaba para las gradas. Jugaba para el aficionado hambriento de espectáculo, para la alegría del pueblo, alegria do povo. Con la edad mental de un adolescente, era tal su desinterés por el futbol como industria, como competencia, que nunca sabía el nombre de los equipos rivales en turno. Después de ganar el mundial, cuestionó el valor de tan “minúsculo” trofeo que se les había entregado.

A palabras de Pelé, fue el jugador brasileño más talentoso que jamás haya existido en su posición y que difícilmente vuelva a existir: ciertamente habría que congeniar una terrible malformación y la gracia que sólo el talento innato otorga en un par de piernas. Cuando estos dos monstruos pisaron la grama juntos, Brasil jamás perdió un solo partido.

Cuenta la leyenda que nunca existió rival al que Garrincha no pudiera vencer en el mano a mano. Lo cierto es que no pudo superar la férrea marca de la cirrosis alcohólica en su hígado, cuando murió a los 49 años de edad.

Por: Víctor A. Juárez

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