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Jugando a ser Dioses

“Y yo me quedo con esa melancolía irremediable
que todos sentimos después del amor y al final del partido”.
(Eduardo Galeano)

Son 90 minutos —más el descuento— donde irónicamente todo es atemporal. Instantes que mitifican a 11 mortales que juegan a ser Dioses y tratan con dulce violencia a la redonda que es su mundo, o mucho más, su universo.

La noche anterior al partido implica todo un ritual. La mente del mortal intenta predecir —como si de un Oráculo se tratase— lo que aún no pasa. Visualizar hacia donde huirá el balón, las atajadas que le mantendrán con vida, las barridas quirúrgicas que le darán oxígeno o los goles que podrán ser. El partido dista mucho del silbatazo inicial pero los músculos ya se encuentran tensos.

El uniforme que es armadura se encuentra ya bajo resguardo para utilizar en la Epopeya —que también es Odisea– venidera, ahí también encontramos los botines, compañeros entrañables que se calzan solo en templo tan importante y sagrado como lo es el césped.

El cuerpo electrificado por la ansiedad desconoce la inmovilidad mientras la oscuridad llena la noche. Los ojos están cerrados pero ven más de lo que se pudiese pensar. El silencio es atronador. Falta mucho para el amanecer, vaya crueldad resulta esta espera. Por fin el sueño es conciliado, no se sabe cómo pero el descanso en la hora lunar ha llegado.

El Sol de a poco inunda el cielo y le tiñe con un rojo que se abraza a las nubes. El anhelo y deseo por jugar actúan de forma más que misteriosa en el apasionado del balón, pues de una manera más que precisa el alma en sincronía con el cerebro nos revelan que el telón para patear a la caprichosa se ha levantado.

El camino rumbo al escenario de la obra llamada futbol toma tintes de peregrinaje, pues de vez en vez los actores que escribirán el guion se van encontrando. Desconocidos que tropezaron con el mejor pretexto para conocerse a través de un esférico.

Aquí, el ritual continúa. Un vestidor se vuelve el lugar de comunión donde cada nombre forma ya un equipo. Los jugadores observan, unos más hablan, y otros prefieren solo escuchar. Partido importante —como todos— es el que se avecina, ellos, todos lo saben. Salen a ese lugar donde el verde enraizado se vuelve patria, geografía a la que buscarán defender al tiempo que conquistarle.

Los guerreros que romperán las cadenas para liberarse de lo cotidiano forman un círculo antes de la contienda. Hay dos cosas ciertas en este momento: el hambre voraz por la victoria y la incertidumbre por los caprichos del azar y la vida misma.

Un grito al unísono de quienes ahora son uno se congela en el aire y estalla para chocar con el silencio. Un último respiro profundo antes de entregar cuerpo y alma como si de un sacrificio se tratase resulta vital.

Las posiciones están ya dadas, frente a ellos están quienes buscan que su proeza se transforme en la más desdichada pesadilla. Colores les diferencian, pero hay algo que les hace iguales: la búsqueda por vencer. Y ante tal campaña el más mínimo de los errores podría traer consigo consecuencias catastróficas.

En el lunar medio de la cacha se encuentra ya el juez que hará que esta guerra no se salga de control –o al menos eso intentará–, sirviéndose de la ayuda de sus dos abanderados, quienes serán sus ojos ante lo que él no pueda ver –o al menos eso intentarán–. Sus trajes negros los hacen ver como verdugos, pero a veces, irónicamente, los acusados les juzgan más a ellos.

La mente se aclara con la luz solar que arde aún más, el palpitar del corazón retumba y hace eco en el alma, la saliva corre por la garganta y los músculos se tensan. El árbitro silba y su sonido envolvente se difumina desde la cancha hasta el graderio para terminar por desvanecerse en el infinito.

La piel transpira cansancio y excitación, la gravedad parece haber aumentado, músculos y el alma misma pesan como nunca, la armadura da muestras de lo que fue la batalla. El final del partido ha llegado, habrá que esperar de nuevo unos días más para dejar de ser mortales y jugar a ser Dioses durante 90 minutos —más el descuento—.

Por: Ricardo Olín /@ricardo_olin

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