Al final del partido América contra Tigres, mi papá me hizo una pregunta fruto de la antigua sabiduría de su abuela: ¿y tú qué ganas? Ellos fueron los que jugaron, ellos fueron los que ganaron, ¿qué derecho tengo de celebrar su triunfo? Amaneció domingo con el cielo plomizo, para que después el sol jugara a las escondidas entre las nubes. Era un día más para algunos, era EL día para otros. El partido empezó desde temprano, desde la calle. El duelo silencioso de miradas cuando te cruzabas con alguien con la camiseta del rival y la sonrisa cómplice con aquellos que eran de tu hinchada. La Ciudad de México se preparaba para la gran final. Coches con banderas ondeando y grupos de gente vestida con los mismos colores, todos dirigiéndose hacia la gran catedral del futbol mexicano, donde se oficiaría el último partido del año.
La explanada del Azteca bullía de actividad. Se vendían con exagerada anticipación las playeras de campeón, comida para matar los nervios y el antojo, y boletos que supuestamente ya no existían ahí estaban para los que dejaron las cosas hasta el final. Faltaban poco más de dos horas para el silbatazo inicial cuando me senté en mi asiento y la barra de Tigres estaba a reventar. Más valientes de lo que pensaba que vendrían, mostrando que en la Sultana del Norte el futbol es cosa seria. Pero poco a poco las gradas del estadio se fueron llenando conforme el sol se iba ocultando. Viejos que se saben todas las anécdotas y bebés que difícilmente recordarán haber estado ese día; Chespirito y el Papa que en su mitra tenía escrito Habemus Campeón, el futbol juntó a todos los géneros, todas las edades y todas las clases sociales. Las palabras de Mohamed hicieron eco de una forma que difícilmente había visto previamente. El duelo de cantos y gritos tuvo pocas treguas. Antes de que los equipos saltaran definitivamente a la cancha el Vamos, vamos América se había impuesto, aunque la invitación de la cabecera sur coreando otra, otra arrancaba rechiflas de todas las butacas.
El partido empezó con intensidad. Y eso repercutió en el público, que alentaba, coreaba y rechiflaba como si eso empujara la pelota hacia la meta. Cada ataque de los de amarillo emocionaba al estadio, pero la sensación de peligro nos mantenía en tensión, sentados y con las palmas juntas, implorando por un milagro más. Las plegarías se vieron respondidas al minuto 35, cuando Arroyo sacó el zurdazo que necesitábamos. Las cervezas volaron y empaparon a los de abajo, pero la euforia convirtió eso en una nimiedad. No importaba que no supieras quién era la persona que tenías junto, lo abrazabas como si lo conocieras de toda la vida. Arroyo, te perdono todo oí decir a alguien, y sí, en silencio me disculpaba por todas las veces que mentaba madres por su egoísmo con la pelota.
Ese gol era el más complicado, y lo habíamos logrado con casi 45 minutos de anticipación. Todavía la moneda estaba en el aire, pero se sentía en el ambiente que la victoria estaba a nuestro alcance. Había una sola voz en el estadio, que era la de los americanistas, recordándole al equipo que esta noche tenemos que ganar, advirtiendo que el que no brincara era un tigre maricón. Con el gol de Pablo Aguilar en el minuto 61 llegó la calma que nos permitió disfrutar más de la fiesta que teníamos en las gradas. Las expulsiones de Burbano, Álvarez y Nahuel junto con el gol de Peralta nos mantuvieron de pie, como si de estadio argentino se tratara, cantando y brincando. Sonó el ansiado silbatazo final y pudimos corear campeón, campeón con todo el derecho que nos daba el marcador. Lentamente y después de ver la clásica vuelta olímpica, el Azteca se fue vaciando. Nos despedimos de los que nos rodeaban. Felicidades nos decíamos con un apretón de manos y una sonrisa en los labios. La fiesta se trasladó a la calle. Qué distinto fue el trayecto de regreso en comparación con la final de hace un año. Aquella vez el silencio triste y melancólico inundaba un vagón que ahora era pura alegría.
Los grandes días no terminan hasta que llegan los tacos al pastor. En las mesas aledañas había algunos otros vestidos de azul y amarillo que celebraban de la misma forma
Ahí respondí la pregunta de mi papá ¿y qué gané yo?: Dos horas en las que pude olvidarme de la realidad y concentrarme en algo tan sencillo como una pelota, permitiéndome ser feliz inocentemente. Dos horas que serán eternas, pues ahora son una memoria a la que puedo recurrir cuando más necesite saber que no hay adversidad que no se pueda superar. Eso gané, y el orgullo de poder decir con tranquilidad… El América es campeón.
Por Bernardo Otaola @bernaov