Corría el año de 399 a.C. en los tribunales atenienses de Heliea. 501 ciudadanos participarían en no un juicio más. Tres individuos presentaron días atrás la acusación formal contra el genio que osó cuestionar los dogmas, Sócrates. Dos milenios más tarde, la selección argentina había sido eliminada en fase de grupos y reporteros de todo el mundo inmigraron a la sala de prensa del estadio Miyagi, expectantes por la llegada del corruptor de expectativas. De entre la telaraña de cables apareció la presa mediática al centro del paredón de sponsors. Bielsa enfrentó a Babel, ladrillo a ladrillo.
Enunciado el compendio acusatorio, Sócrates condujo su discurso por la brillantez de su elocuencia. Aseguró ser su fin último la búsqueda del bien de la ciudadanía, y que su ignorancia le inhabilitaba los dotes catedráticos. Hizo entrar en contradicción a los inconformes sobre su supuesto ateísmo y cuestionó la ausencia de los supuestos afectados.
La dialéctica le protegió momentáneamente de la emboscada. En otro huso horario, los flashes palidecieron el rostro del ídolo que no lo era más. Bielsa, seguro del sensacionalismo comunicacional, enunció que merecía clasificar, mas no obtuvo lo merecido. Ridiculizó la ontología mediática que engrana la argumentación para hacer del vencido un inútil: destruir hasta que se gane, o hasta que se deje de existir. “Decirle eso a los ignorantes”.
Las sentencias ya estaban ejecutadas en complicidad, restó el adorno de una votación y el regreso a Buenos Aires 18 días antes de la final en Yokohama. El presidente de la Federación descansó el puesto de Bielsa en la mesa. Sócrates precisó de una segunda votación para dictarle pena de muerte, a lo que sentenció: “Es hora de irse, yo a morir, ustedes a vivir. ¿Quién de nosotros tendrá mejor suerte? Solo los dioses saben”. Sócrates y Bielsa miraron la cicuta, se llevaron el vaso a los labios y sorbieron un poco para asumir el desenlace. Sócrates tragó y recostó hasta abandonarse al mundo de las ideas. Bielsa recorrió el líquido por las papilas y lo escupió; convirtió el veneno en antídoto.
Retornó Bielsa una fecha FIFA después y dejó claro que lo suyo no sería complacer las circunstancias: “El éxito es deformante, relaja, engaña, nos ayuda a enamorarnos excesivamente de nosotros. El fracaso es formativo, nos acerca a las convicciones, nos vuelve coherentes”.
Su proceso llevó en 2004 a la selección a la final de la Copa América y al oro olímpico en Atenas un mes después. De vuelta en la cima y perfilada su redención mundialista para Alemania 2006, Bielsa convocó a rueda de prensa; dejaba la selección “por temas personales”. No fue lo económico, un desencanto ni la oferta de un nuevo club, era realmente que su propia inspiración así se lo exigió y él supo obedecer.
Volvió Bielsa a Rosario y guardó claustro por dos años y medio. Lo transcurrido durante ese periodo abona más el campo de lo especulativo que de los hechos. Dicen que exprimió la videocasetera con miles de partidos, que se abandonó en la nostalgia y recobró el amateurismo en primera persona del anonimato.
En 2006, el rosarino recibió una llamada: un futbolista español recién retirado obtuvo su licencia como director técnico. Estudió a La Volpe y conversó con Menotti, pero quería hablar de futbol con él antes de iniciar su camino. Bielsa aceptó, y el 10 de octubre tocó a la puerta un discreto Pep Guardiola. Con un asado de por medio, conversaron por más de 11 horas, sobre el valor del método, la relación con los medios, la exigencia en los detalles, del riesgo de la deshonestidad en la élite. Bifurcaron en el camino, no así en la meta. Sonrió al saber que inició su camino en las inferiores blaugranas; había entendido la lección. Si Sócrates dejó en Platón la disposición a la sabiduría para fundar la Academia de Atenas, Bielsa legó sucursales involuntarias.
Y así, por motivos igualmente personales, Bielsa decidió salir del túnel del entretiempo. Regresó para dirigir a una selección chilena sumida en el derrotismo. Visitó su mermado complejo deportivo y acordó pagar su renovación impartiendo pláticas a lo largo del país. Re-dignificó no solo el futbol, sino la cultura misma. Instaló el mérito y apoyó a cuanto individuo e institución pudo, pidiendo a cambio tan solo discreción.
Tras 12 años de ausencia, regresó a la Roja a una Copa del Mundo con un dignísimo papel. Su jardín ideológico floreció poco después con el bicampeonato en Copa América bajo el timón el bielsista Sanpaoli. Para el Maestro, era hora de volver a los clubes.
El Loco volteó al proyecto más fértil para su cosmovisión futbolística y retornó a la órbita europea con el Athletic de Bilbao, de altísimo misticismo e identidad originaria, facilitando su inédita cercanía con el club y la gente. Las ruedas de prensa fueron auténticos simposios éticos. Invirtió la posición en la tabla y rozó la gloria en dos finales europeas. Tras perder una final, cuentan que subió al autobús y escuchó risas, a lo que él enunció: “No estuvimos a la altura de la ilusión que generamos. No tengo nada que reclamarles, pero por su bien, por sus futuros, tengo la obligación de decirles que decepcionaron a un pueblo que no lo merecía”. La huella a los bilbaínos no fue el engrandecimiento de las vitrinas, sí el ensanchamiento de la cancha con un fútbol de época.
Marsella fue un periodo breve pero igualmente trascendental para la reinvención del club, provocando incluso la aparición de su nombre en las urnas de los comicios electorales. Siguió una etapa en Lille, interrumpida por viajar sin permiso a despedir a su amigo y preparador físico en Chile y Bilbao por el cáncer padecido. Meses después recibió en el claustro rosarino a directivos de un histórico club inglés con el sueño de volver a primera división. Pidió tres semanas para pensarlo. Cumplida la fecha, mostró Bielsa un análisis por jugador, ocasión de gol y estrategia para cada rival, así como el listado de reformas para el complejo deportivo. Un directivo atinó en concluir: “Conoce más al club que nosotros”.
Comenzó una nueva revolución. Congenió el marcador con el método y Leeds escaló posiciones jornada a jornada, hasta llegar al minuto 73 del Elland Road una tarde de abril de 2019. Leeds no logró el ascenso (al menos esa temporada). Los medios, fieles a la mercantilización del deporte, pavimentaron de portadas fatalistas el camino a la destitución y el olvido definitivo. Entonces la afición alzó la voz: “En el corto periodo que nos has dirigido, hemos visto un cambio inspiracional… Aún en momentos difíciles e injusticias, te aferraste a un nivel de dignidad sin precedentes… Tienes nuestro respeto, admiración y apoyo, tu futbol nos ha hecho soñar y queremos que sigas llevándonos en este camino. Gracias Marcelo, somos nosotros contra el mundo”. En su segunda apología, los creyentes hablaron en nombre de su Maestro. La enseñanza quedó eternizada.
Bielsa permaneció y llegamos al presente con Leeds en las primeras posiciones. Tras la pausa pandémica, resolvieron la misión de 21 puntos de sutura en 9 partidos restantes para cerrar la herida y volver a Primera. Orquestando la hazaña, ahí estará el rosarino de cuclillas al borde del área técnica, mirada analítica y anteojos de correa, acostumbrado al veneno en las venas, legitimando el enigma. ¿Logrará el objetivo? Qué más da, el tiempo –en voz de su feligresía- ya le dio la razón.
Y es que los avances tecnológicos continuarán y la tentación de infravalorar lo intangible seguirá latente. Quedaremos nosotros para abrazar el legado de dos locos que no temieron dignificar la integridad en la cotidianidad. Porque llegará el día que Bielsa pida el cambio y saldrá de esta cancha esférica al encuentro de San Pedro. Acá abajo, rodearemos al albacea para leer una última rueda de prensa revestida de testamento. De una caja de VHS, saldrá un papelito: “Si me juzgaron por el resultado, les decepcionará el tamaño de mi nicho”. Sepultemos el resultado y eternicemos el camino. Seamos nosotros contra el mundo, que estamos en tiempo cumplido y Dios ya miró de reojo al cronómetro.
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Por: Willy Sepúlveda / @WillySepu1