Escasos son los amores que uno elige en la vida. Quiero decir, llegamos a este lugar y heredamos un apellido, adoptamos una bandera, allanamos un idioma. Los compañeros del colegio, los amigos del barrio. Crecemos y no dudamos en abrazar los signos del recuerdo allá cuando el afecto no estaba condicionado al raciocinio, ya el tiempo erosiona lo acumulado de chicos y nos hace más escépticos, herméticos. Pero sucede una excepción, una oportunidad para volver a querer por primera vez en la vida. Sin más, esta es la historia del día que conocí al Atlético de Madrid.
Todo comenzó el 17 de diciembre de 2015. Recibí una llamada con prefijo +34. Fui seleccionado para realizar un posgrado y prácticas en Madrid. Pasada la euforia dije a mis adentros: Qué suerte, vivirás en la única ciudad con dos equipos aún en Champions. Sin visado, sin vuelo de ida, sin piso confirmado, pero con la entrada al Vicente Calderón para un miércoles en la noche. Llegado a Madrid, constaté un paisaje de lo más en similar con la ciudad de México: Noticieros deportivos, anuncios publicitarios y anaqueles acaparados por el duopolio futbolístico español. No me extrañó en absoluto. Quizás ese mismo marketing me orilló a comprar una entrada al Bernabéu para el cotejo contra la Roma. Al contarlo en la oficina Platícalo con Daniel, tu jefe, que es colchonero. Platicamos algunos minutos de mi Atlas de México, de su Atlético de Madrid, mi par de encuentros en puerta y su vaticinio Está muy bien que vayas al Bernabéu antes que al Calderón, así sabrás cuál es museo y cuál es estadio.
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15 de marzo. Subí a la línea verde y no tardó la pasarela rojiblanca. Allá el grupo de amigos con bocadillos envueltos en aluminio, un señor de la mano de sus hijos como feliz por convencer a su mujer para llevarlos, las parejas con nervios a flor de piel con una misma camiseta. Estación Pirámides y comenzaron los cantos unísonos acompañados por banderas y bengalas. Definitivamente los turistas se quedaron una semana atrás en Castellana. Apenas entrado colgué una bandera de México y otra de Atlas como promesa a la hinchada en la que nací.
Como breviario, Atlas sumó hasta 70 años sin un campeonato, sufrió 3 descensos y estuvo al borde de la desaparición por problemas económicos, pero la afección de jugadores y fidelidad de su afición se refleja promediando las mejores asistencias en la liga mexicana.
Contemplé las entrañas del Calderón desde la primera fila por minutos, hasta que una mujer se sentó al lado mío. Muy elegante, con mirada en el césped y sonrisa tranquila. Sus manos abrazaban un ramo de flores. Era Margarita Luengo. Al preguntarle, no dudó en relatarme el motivo de su regalo, la antigüedad de ese rito, sus anécdotas más entrañables y, claro, su ferviente amor por el Atleti. Verificó que el ramo fuera descansado en el banderín de corner y partió satisfecha a su asiento. 8:30 no cabía un alma. 8:40 salieron los jugadores y fue desplegado un vibrante mosaico enmarcando la leyenda Nunca dejes de Creer. Y 8:42, escuché el himno por primera vez en mi vida; tanta pasión. El Atlético de Madrid insistió y se codeó con el PSV a cada balón dividido, pero el marcador no era distinto al del inicio. Cuando parecía que los jugadores caían en la desesperación, salió Simeone del área técnica a elevar sus manos al costado para pedir aún más aliento; Entendí que el Cholo alinea a 12 en el equipo. Pasaron los noventa, los extras y llegó el cobro de penales. Tras siete tiros perfectos, Juanfran sentenció la muerte súbita para darle más vida que nunca a los suyos. La grada se fundió en abrazos y reconoció recíprocamente a sus ídolos en la cancha. De vuelta a casa, vi una y otra vez los instantes grabados, impresionado por lo vivido.
El día siguiente llegué a la oficina, Daniel volteó y entre sonrisas Bueno, ¿qué tal ayer? a lo que perdí la batalla con la síntesis. Al platicar con mayor detalle a mis demás compañeros, preguntaron lo evidente. ¿Entonces ya eres colchonero?. No, lo mío es más admiración y empatía, no sentimiento, convencido dogmáticamente que equipo en la vida uno solo.
Llegó el sorteo y la gente se congregó en pantallas para conocer las nuevas llaves. El Madrid tendrá al Wolfsburgo y el Atleti enfrentará al más complicado comentó uno. Al ver cumplida su profecía, saltó uno del asiento a gritar improperios contra organismos futbolísticos. Lo cierto es que el próximo rival sería el campeón de la Champions del 2015: Barcelona. Adquirí nuevamente entradas para ambos encuentros en la capital. Un martes de abril fui testigo de la remontada del Madrid con un triplete de Cristiano Ronaldo. Se dirigió a sí mismo en sus festejos, posteriormente a las cámaras y, si restaba algo, discretos saludos de mano con los artífices de las jugadas. Terminó el encuentro y la gente salió en silencio.
13 de abril. Mi asiento estaba esta vez en zona neutral, pero la gente no cantó menos. Hice especial marcaje a un señor que vi llegar sin acompañante, de pantalón y saco, un poco tímido, pero con la bufanda muy puesta. Comenzó el encuentro y el pressing catalán fue inherente, pero el Atleti aguantó, nulificó al rival, se apoyó nuevamente en la afición y derrotó al equipo más ganador de los últimos tiempos con dos de Griezmann. El primer gol significó un festejo cohibido para el señor de enfrente, pero al segundo tanto un matrimonio mayor lo abrazó y no reparó en gritos y júbilo. El Atleti en las semis como pocas veces en su historia. Y yo maravillado con ese despliegue de emociones, preguntándome incierto si seguía siendo del todo ajeno de ellos.
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Se repitió el vaticinio y el Madrid quedó con el debutante City, Atlético de Madrid con el poderoso Bayern de Múnich. Poco antes del encuentro, Daniel me contó que las cosas no siempre fueron así y el equipo solía estar contra las cuerdas, pero que los problemas económicos, descensos inesperados y malos resultados fueron insuficientes para alejarlo de sus colores a cada catarsis. Probablemente es el mejor momento del Atlético en su historia; Entendí el mensaje desde el Fondo Sur un sábado antes de la cita: Ganad por nuestros mayores.
27 de abril. Volví al sector más cercano al fondo sur. Coincidí de nuevo con Margarita y platicamos de las experiencias sumadas desde entonces. Le fue más difícil, pero logró colocar nuevamente el ramo con rosas rojas y blancas. Miré con nostalgia anticipada al graderío, me juré sería el último partido de Champions que vería del Atleti. Antes de comenzar el encuentro, realicé la usual llamada a Héctor, mi hermano que me presentó al Atlas y al fútbol mismo. Lo que en octavos solían ser percepciones de un análisis táctico inicial, en semis fue acaparar la conversación con la entrega y la ilusión de la afición colchonera. Pero descuida, mi corazón solo es de Atlas. Sería injusto llenar de palabras lo que Saúl convirtió esa noche, pero puedo asegurar que fue uno de los mejores goles que haya tenido el honor de presenciar. Terminó el encuentro con el marcador a favor, y si bien los gritos eran ensordecedores, tenían tintes de puntos suspensivos, pendientes de salir avantes en Bavaria. Y se logró. Un día después fue aterrador escuchar un Bernabéu con más críticas que muestras de apoyo. Aun así, se llevaron el encuentro y se consumó lo anhelado: un derby madrileño en la final de Champions.
Miré los precios de las entradas y los resultados y acepté inmediatamente no asistir. Pero dos semanas antes, Héctor habló conmigo. Yo te pago el vuelo, tú busca esa entrada. Dispuesto a adquirir cualquier sector con tal de no perder el evento, busqué incansable sin resultados alentadores. No fue hasta el lunes de LA semana que encontré una, llegó el jueves a la oficina. Abrí tembloroso el sobre y descansé la entrada sobre la mesa para observarla y para dotar de realidad lo que estaba por vivir. Un detalle más: la entrada era para el sector colchonero. Entonces me hice la pregunta que repetiría una y otra vez por los siguientes días: ¿Admirarás o sentirás cuando vuelvas a ver al Atleti?. Héctor y Daniel fueron testigos de mis anécdotas en el Calderón, no es de extrañar que coincidieran en su consejo final para el viaje a Milán: Vívelo.
28 de mayo. El Aeropuerto de Madrid se desentendió de la madrugada con locales abiertos, empleados con playeras rojiblancas y merengues, dos esculturas de dioses romanos con respectivas bufandas, pantallas de salidas colmadas del acrónimo MXP, y en las salas de espera miles con la camiseta más puesta que nunca. El partido comenzó sin siquiera rodar el balón. Arribé al alba a la Piazza del Duomo y colgué la bandera de México en la espalda recorrer las atracciones de la Fan Fest mixta. Bastaron un par de horas para convertir la ciudad en una fiesta con los primeros destellos de apoyo. Al avistar mi bandera, un señor platicó que llevaba tiempo viviendo fuera sin ver a su hijo, y un partido histórico para el Atlético era un motivo inmejorable para concretar el encuentro. Seguí caminando, el ambiente crecía exponencialmente. Dos muchachos me preguntaron por el equipo de mi camiseta. ¿Y quién quieres que gane? ¿El Atleti? ¿Pero por qué? Si el Real Madrid es mucho más popular. – Es que he estado en el Calderón y es admirable su afición. Sencillamente, qué manera… qué manera de alentar, qué manera de sentir -Momento, faltó qué manera de crecer. -¿Cómo que por qué? ¡El himno del centenario de Sabina!. No fue hasta el Fan Fest frente a la estación central que –puedo jurarlo- lo escuché por primera vez. Era la última parada, todos los atléticos estaban congregados allí. Pero no vi mujeres, niños, jóvenes, amigos ni parejas, vi una sola familia, una que cantó cada canción como si la voz fuera infinita, que bailó la cumbia villera y aplaudió los mensajes de jugadores y cuerpo técnico desplegados en la pantalla. Llegó la hora de partir y los vagones de metro nos llevaron a la anhelada cita. San Siro. Subí corriendo la rampa y dejé en el camino el cansancio, la sed, el hambre y todo aquello que no fuera el presente. Terminado el espectáculo de Alicia Keys, Baresi y Zanetti nos presentaron la copa que iría de vuelta a Madrid con un nombre por escribir. Se escuchó el himno de la Champions y comenzó el sueño.
No lo sé. Quizás porque estaba cumpliendo uno de los sueños más grandes de mi vida, que el primer partido fue en una pantalla minimizada del trabajo pero en el último no me alcanzarían los ojos para admirarlo todo. Tal vez fue escuchar a Bocelli cantarle al fútbol aun cuando un balón le activó la ceguera, o sentir todas esas palabras, las de Margarita, Héctor y Daniel, reducirse a un instante. O talvez que estaba listo para preguntarme una última vez por mis sentimientos hacia los colores que conocí. Fuera lo que fuera, comencé a llorar. Me negaba a cerrar los ojos, pero el sentimiento me ganó. Enseguida, sentí abrazos y palmadas. De entre aquellos tres aficionados que me cobijaron, uno, el de playera de Diego Godín, lo dijo todo. Qué grande Atlas. No tengas miedo, hoy hacemos historia. Y la duda terminó. Sequé mis lágrimas, coloqué una bufanda rojiblanca en la muñeca y canté el himno por primera vez con ellos. Miré al muchacho de las palabras tres filas adelante, sonreímos, asentamos con la cabeza y no quedó más. Comenzó el partido.
Los fantasmas de Lisboa reaparecieron con el gol de Ramos y la grada parecía paralizarse a momentos. Aquel muchacho fue fiel reflejo de la afición en todo momento, resintiendo los tramos de un silencio inmerecido. Al medio tiempo fui esta vez a pedirle que no importara cuál fuera el resultado de esa noche, pero que fuera el aficionado que lo llevó a amar esos colores. Inició el segundo tiempo y la gente renovó sus esperanzas. Llegó pronto la recompensa con un penal marcado a nuestro favor, pero el balón no conoció las redes en ese tiro y la afición recibió un golpe que decreció los cantos poco a poco. Pero algo pasó. No fue una oportunidad manifiesta, una ocasión de peligro o una plegaria de Simeone a los suyos. La gente comenzó a cantar más y más, como nunca en el partido, como nunca en su vida. Y es que la afición decidió no enamorarse de su condición de David, optó por ser un Goliat de una vez por todas. El equipo lo entendió, el equipo lo aceptó y al ’79 empatamos el encuentro. El Atlético de Madrid nulificó a la plantilla más cara del planeta. Propuso, presionó, generó, se adueñó del balón y no lo soltó más. Así hasta el final de los noventa, así en los dos tiempos extras. Me acerqué con aquel muchacho y me dijo entre lágrimas y sonrisas ¡Tan cerca! Nada, tendremos que ser campeones en penales. Antes de comenzar la tanda, los nervios individuales se transformaron en un sonoro ¡Orgullosos de nuestros jugadores!.
Minutos después, el tiro de Juanfran rebotó en el poste y Cristiano convirtió su única ocasión de gol para consumar el partido. Real Madrid fue campeón. Nosotros aplaudimos, el Atleti lo dio todo. Tenía que salir directo al aeropuerto, la vuelta a la capital sería menos de dos horas después. Al bajar las escaleras vi al muchacho de espaldas, sentado, con la mirada postrada en el campo. Temí no saber qué decirle. Pero me acerqué a él y lo vi tranquilo. Entendí que logró redimirse a tiempo. Le agradecí, lo abracé y corrí a la salida. El día siguiente caminé en el centro con la letra de Sabina atrapada en mi mente. En Sol centenares con la playera del ganador. En Neptuno familias postradas frente a la fuente padeciendo una bufanda que no llegó. Temí una segunda vez el lunes a sus espaldas, pero su gente volvió a estar a la altura. Daniel, ¿Cómo estás?. Hoy somos un poco más fuertes. No pasó una semana y Gran Vía volvió a ser en sus turistas y anaqueles el duopolio que conocí a mi llegada; era yo quien había cambiado desde entonces. Sé lo que viví, sé lo que soy hoy.
No nací queriendo estos colores, nadie me contó de sus más grandes héroes. Pero 75 días bastaron para enamorarme de su afición, de su historia. Ya puedo abrazar esta identidad. Si pocas veces se elige amar en la vida, que sea de esta camiseta. Soy de Atlas, soy de Atleti y –desde hace unos días- soy el 90.262+1. Sueño con ese día. Me despediré el día anterior de Daniel deseando la victoria, hablaré con Héctor de las expectativas y tácticas, me pondré la camiseta y veré al metro llenarse de los mismos colores. Saludaré el sábado a Doña Margarita en el Calderón, saldrán los jugadores al terreno de juego, colmarán las emociones, cantaremos el himno a capela, sonará el silbatazo y todos gritaremos en una sola voz: Muchachos, hoy viajamos juntos otra vez.
Por: Willy Sepúlveda