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Carlos Fuentes

15 de mayo de 2012. “Los intelectuales» mexicanos detuvieron la prensa. Los gobernantes comenzaron a escribir sus condolencias. Una pequeña lágrima caía en el fondo de una antigua librería atiborrada de recuerdos. “El maestro”, le llamaron los neófitos literarios en sus estados de Féisbuk.

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Con más de 40 trabajos publicados –entre los que figuran novelas, ensayos, obras de teatro y argumentos cinematográficos– el señor Carlos Fuentes abandonó nuestro mundo en la cúspide de una carrera formidable y prolífica. Su muerte fue símbolo de la inminente desaparición de toda una generación de creadores literarios, quienes se volvieron ilustres entre las calles de nuestro país como héroes y protectores del legado cultural de la nación.

Por un lado estaba el buen Carlos Monsiváis, quien relataba en sus crónicas a un México caricaturesco, tal como lo haría una persona de alcurnia y sociedad durante un paseo dominical. Para quienes no soportamos el lenguaje de Monsi, una buena noticia: “la jotería” no era intencional. El Bicentenario de la Independencia sirvió como fondo perfecto para despedir de la vida a una heroína que presumía demasiado su mano izquierda, aunque casi nunca la moviera.

Por el otro extremo, una sobreviviente: Elena Poniatowksa. Para quienes conocemos a Doña Elenita, sabemos que su verdadero valor se mide en el arrojo con que es capaz de lanzarse sobre un taxi en movimiento, y no por su verdadera habilidad con las letras. Quienes la amamos la hemos visto sonreír; quienes la odian únicamente la han leído.

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En el medio estaba Carlos Fuentes, portentoso y carismático, arquetipo perfecto del escritor e intelectual mexicano; soberbio y pretencioso, fuente principal del suicidio de Rita Macedo. Carlos era un hombre de opiniones, le gustaba analizar las situaciones y dar su punto de vista al respecto. La historia y la política nacionales eran sus terrenos predilectos; en títulos como La muerte de Artemio Cruz, La silla del águila o La región más transparente el autor revisaba con una lente muy minuciosa los orígenes de nuestra cultura y su desarrollo en el choque con otras sociedades occidentales.

En su carrera también experimentó con la narrativa y en 1962 entregó una de sus mejores obras, Aura, que le valió el reconocimiento de todo un gremio, el mismo que años más tarde le entregaría el codiciado Premio Cervantes. La trama poseía similitudes asombrosas con otro título corto, publicado casi medio siglo antes: de Alfonso Reyes, La cena. Nadie pareció notarlo; era el amigo de Octavio Paz, había que alabar su “originalidad”.

Previo al Mundial de Futbol de 2006, el periodista deportivo, Alberto Lati, quiso indagar en la mente del escritor. Sus fuertes opiniones siempre eran objeto de controversia, por lo que, con Mario Benedetti y Eduardo Galeano como referencias, preguntó a Fuentes sobre su percepción del balompié.

Con contundencia casi luctuosa, el laureado autor contestó: Veo al futbol como un deporte que impide la guerra. Es decir, más vale darse de patadas en un campo de futbol que en un campo de batalla. Yo creo que el deporte tiene esa facultad de sublimar el instinto agresivo, el instinto guerrero del hombre. ¿Brutal? En apariencia únicamente.

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Es curioso que un hombre que defendía con tanta devoción el instinto guerrero del hombre, jamás lo haya puesto en práctica. La verdad sea dicha, Carlos Fuentes pertenecía a la clase intelectual hegemónica fundada por Paz; un grupo de autores que poetizaron un México forjado por las pezuñas del PRI (Partido Revolucionario Institucional).

Carlos Fuentes fue una herramienta más para comprobar la existencia de la modernidad en el país; ante los ojos del mundo no sólo éramos rancheros que comían chiles y descansaban bajo un nopal, en México vivía alguien culto. Estamos ante el caso de un hombre que se convirtió lentamente en cosmopolita, sólo por continuar afirmándose como nacionalista. Las páginas de sus libros estaban repletas de amargas verdades que hubiesen lastimado duramente al régimen, ¿pero cómo tomarlas en serio, viniendo de la boca de un hombre que compartía vino y sonrisas con el presidente?

Fuentes repudiaba el futbol como quien detesta los relojes porque no entiende su utilidad ni funcionamiento. La carencia de pasión dentro de un hombre es comprensible cuando no conoce la versatilidad de los sentimientos que pueden gestarse dentro de un ser humano.

Pisar la cancha significa tocar el balón; él demostró que aún existen hombres que no juegan por miedo a lastimarse el talón. Los héroes se arrojan con el alma a las porterías; los cobardes las dejan clavadas en la banda derecha, fingiendo que ponen entusiasmo en las jugadas.

En la literatura también existen fósiles. Día con día surgen nuevos talentos con la pluma que dudosamente verán la luz del día, porque un grupo selecto de autores ya se ha posicionado tanto en las mentes del público como en el gusto de las editoriales.

Fuentes, a su muerte, comenzaba a ser un estorbo en las estanterías de prestigio, pues dejaba entrever que sus mejores obras no estaban por venir –quien tuvo el infortunio de leer Vlad, comprenderá muy bien a qué me refiero–. A meses de su fallecimiento, Carlos quiso redimirse al llamar a nuestro ex presidente un ignorante… y nada más. ¿Estaba preocupado por el futuro del país? No sé qué tan válido sea gritar una injuria por teléfono, cuando sabes que vas colgar justo después.

 

Por: Axel Huémac /@soyunahiena

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