“Según la definición de los estoicos, la sabiduría no es sino guiarse por la razón y, por el contrario, la estulticia dejarse llevar por el arbitrio de las pasiones, pero Júpiter indujo en la vida humana más inclinación a las pasiones que a la razón para que ésta no fuese irremediablemente triste y severa»
Erasmo de Róterdam
Diego Armando Maradona es el nombre de la eternidad en el futbol, el lazo entre lo divino del esférico y lo mundano de todos los hinchas lejos del Edén, admirado desde la grada, en cada rincón del globo. Tiene una iglesia constituida. Algunos dicen que es la Iglesia Maradoniana, otros Nápoles, y algunos más que la Argentina toda.
«El Diego» es un ídolo, un fervor, un calor que se irradia en sus devotos, arrebato irracional que anota con la mano, que corre desbocado por la banda derecha del Estadio Azteca. Es Santa Teresa en éxtasis y por ello se le llevó al grado de deidad.
Pero el 10 no se puede asumir como una religión, sino solo como un Dios. No existe su doctrina, sus mandamientos, su organización del mundo, ni una explicación del origen de los tiempos. Sus feligreses te dirán que sí, que su paraíso es la pelota (siempre inmaculada) y que su doctrina es el amor a ella. Pero esto y decir nada es lo mismo. ¿Cómo se ama la pelota?, ¿cómo se hace para mantenerla impoluta? El Diego es un Dios, pero no una religión con sus ritos, sus doctrinas y sus mitos, que fundan el mundo y lo sostienen.
Cruyff y Maradona: ¿Religión o Dios?
En ese universo en el que el Big Bang tiene un medio tiempo de quince minutos, parece ser que alguien articuló de una forma mucho más cercana lo que se puede entender por doctrina religiosa. Johan Cruyff, a diferencia de «el Diego», no es una figura que suponga un arrebato de pasión entre sus seguidores. Solo basta comparar la reacción de sus fieles ante su ascenso al Olimpo: en Argentina (en plena pandemia mundial) la gente se desbocó en las calles en un llanto masivo en el que una foto de dos hinchas (uno de River y otro de Boca, ambos resquebrajados) simbolizaban un pueblo que se abrazaba en la desesperación de haber perdido el faro al que se aferraban antes.
La muerte de Cruyff trajo un Camp Nou sobrio que se inundaba en lágrimas silenciosas, rememoraciones de su paso como entrenador del Dream Team y su papel (y el de su estilo) en la resurrección del Barcelona. Cuando el Diego murió el mundo habló de él, de la persona, del hombre, de sus claroscuros, mientras que cuando el holandés se volvió inmortal, se habló de su pensamiento, de su estilo de juego, de sus postulados: un Dios y una religión.
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La figura de Cruyff en Can Barça es superior incluso a él mismo. En 2012, Sandro Rosell aseguró: “Yo soy cruyffista, pero el que ha dejado de ser cruyffista es Cruyff«, en relación a la distancia establecida entre la entidad blaugrana y el astro holandés (a diferencia de la enorme cercanía que hubo durante el mandato de Joan Laporta). Lo destacado de esta frase es que aún cuando hoy es clara la distancia que había entre Rosell y Cruyff, el ahora expresidente no podía señalarla abiertamente: dentro del Barça negar el santo sacramento cruyffista es un sacrilegio. Hasta los apóstatas acuden de rodillas al regazo del Tulipán.
Toni Freixa fue el responsable de que Cruyff devolviese su insignia de presidente de honor en 2010, al asegurar que era inconsistente de acuerdo con los estatutos del club. Diez años después se lanzaba como precandidato a la presidencia del Barcelona, y entre las publicidades que se encontraban en la capital catalana para promocionarlo, una contenía la frase «¿Es aquí donde reparten el carnet de cruyffista?”. Alejarse del legado del holandés es asegurar el exilio en la Ciudad Condal.
Mientras que los fanáticos del Pelusa aseguran una y otra vez que es inalcanzable, que no habrá en la historia otra zurda que acaricie con mayor ternura la esfera (por ello compararlo con Messi les resulta hasta ofensivo), los amantes del holandés volador creen que él aparece una y otra vez entre nosotros como Jesús en el sendero de Emaús. Pep Guardiola, Xavi Hernández, Lionel Messi, la mano de Piqué extendida en el 5-0 al Real Madrid; Cruyff vuelve una y mil veces: cada pieza de su legado lo encarna a él mismo. Cuando el barcelonismo sonríe, Johan reaparece en el banquillo, en la cancha.
Cruyff y Maradona, sus destinos se bifurcan en la eternidad. El “10” no retornará jamás, es inalcanzable, un sendero de espacio y tiempo que es imposible volver a recorrer, mientras que el «14» está siempre presente, un eterno retorno, un salmo al que se vuelve cuando todo está perdido.
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No es casual que ante el mayor cisma en Can Barça durante el nuevo milenio, fuese su mano la que apareciese reiteradamente. Luego del 8-2 contra el Bayern Múnich y el cierre de temporada con cero títulos, Josep Maria Bartomeu encomendó su presidencia a Koeman (indiscutible de Cruyff cuando era director técnico del Barcelona, autor del gol que les dio su primera Champions): ante la caída estrepitosa del presente, los mitos que cimentan las narrativas propias son un bálsamo.
La llegada de Laporta a la presidencia también está íntimamente vinculada al holandés: el éxito arrasador de su mandato anterior es inseparable del cuidadoso acompañamiento que hizo el Flaco todo el tiempo. No por nada al saberse vencedor subió a festejar con un cubrebocas anaranjado con el número “14”.
Y es que en el Camp Nou sus silogismos se convirtieron en mandamientos: la posesión, que corra la pelota no el jugador, la presión asfixiante, y el juego ofensivo como designio divino, esconden un naranja violento detrás de ese azul y grana. El 14 no es un hombre, es un sistema de pensamiento, una doctrina y la carne queda relegada a segundo plano. Maradona es Aquiles, todo personaje. Es autor y protagonista de su eterno monólogo: su figura es omniabarcante cuando se vincula con la pelota. Por otro lado, Cruyff se asemeja más a Platón en términos helénicos: su relato no se entiende sin un mundo más allá de lo físico, geómetra que pasaba la realidad por el tamiz de los triángulos en el campo. Cuando se habla de él, no se habla del sujeto, sino de las ideas.
Su relación con la victoria es otro camino para conocer sus figuras y la manera en la que sus mitos se tejieron. Por un lado tenemos al Diego definitivo, el de las trampas y las jugadas pletóricas, el protagonista de las fotografías en los hombros de su gente, besando la Copa con la dulzura del primer amor.
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«El Pelusa» no pudo subir más alto y por ello tuvo que descender perpetuamente. Como reza Caparezza, vivió el suplicio “del negro luto de quien no tiene nada, además de tenerlo todo”. Por su parte, el «Holandés Volador» se quedó en el filo. Como él mismo llegó a reconocer, la «Naranja Mecánica» se encontraba embelesada consigo misma y dejó escapar el Mundial, la epítome de los trofeos. Sin embargo, su gloria radica precisamente en caer: décadas después seguimos hablando más de la Holanda subcampeona que de los vencedores. La victoria del 10 unió su destino al de Ícaro, una vez que acarició el sol el descenso era el único camino, mientras que la derrota del 14 lo encumbró, intentó redimir en el banquillo las cuentas pendientes que no pudo saldar con los botines puestos.
Aquí habría que hacer un alto y decir que ninguna de las palabras antes enunciadas busca enaltecer a uno y demeritar al otro, sino simplemente describir la manera en la que cada uno, Cruyff y Maradona, accedieron al Olimpo: el segundo viviendo, siendo demasiado humano, sin control alguno ni siquiera sobre sí. Exceso todo. El otro un controlador, ya era maestro de orquesta desde antes de ocupar un banquillo. Uno era un verso libre, una pulsión, un empuje perpetuo, una carrera por la banda izquierda del Azteca, el otro un filósofo que predicaba en aforismos, una mirada atenta con una Chupa Chups al filo del campo. Uno sucumbió a la vida palpitante de Barcelona, el otro tomó toda esa energía y la recondujo a los campos de juego. Y sus teologías responden a todo ello.
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Los creyentes del zurdo alaban con locura un ídolo todo humanidad, una contradicción con el balón pegado al botín. Por el otro lado, están los devotos del cruyffismo, que no usan su nombre como mantra, pero que son exégetas del 3-4-3, la presión alta o el juego de posición.
Al Pelusa se le reconoce siempre como cercano a lo divino, hasta se le compara con Cristo: “si Jesús tropezó, ¿por qué él no habría de hacerlo?”, lamenta el músico Rodrigo en su canto. Hay absoluta justicia en reconocer que el Barrilete Cósmico jugaba más allá del entendimiento y que por eso la vocación que despierta es siempre un arrebato.
Al mismo tiempo, Cruyff creó otro tipo de devoción, mucho más cercana a la teología, a la constante interpretación de esa tabula rasa que es el rectángulo de césped en el que el mundo acontece. Pero, como bien dijo Xavi Hernández “el estilo no se negocia”. Los mandamientos sólo pueden ser reinterpretados, pero no modificados. Por lo menos en Can Barça el mundo no puede concebirse sin la doctrina del holandés, que se lee como Nuevo Testamento en la historia culé. Ambas congregaciones, la del 10 y la del 14, son aproximaciones a lo celestial casi antagónicas, pero que dan testimonio de lo que puede generar una pelota en unos botines destinados a la gracia divina.
Por: Alberto Román/ @AlbertoRomanGar