La alegría es frágil. Basta solo un instante para que las lágrimas de felicidad transmuten en pena. El futbol no es ajeno a estos vaivenes. Aquel Mundial, México mostró un rostro extraño para todos. Ingresó a Brasil de forma agónica: un turbio final del Chepo de la Torre, una oportunidad para Vucetich que no le permitió nada y finalmente el arribo de Miguel Herrera con el agua hasta el cuello. Nueva Zelanda fue la llave de ingreso a la justa y se necesitaba un milagro para que México no consiguiera la victoria.
Además de esto, el Tri tenía como rivales a Camerún, Brasil y Croacia. El Mundial se jugaba en “modo leyenda”. Un sendero escabroso en la fase de grupos era una definición optimista de la situación… Hasta que las quinielas se desmoronaron y con sus escombros, cimentamos nuestros anhelos. Contra Camerún el árbitro se robó más de un gol, mientras que a Croacia se le jugó sin temor ni temblor, contrario a lo que el futuro Balón de Oro esperaba. Por último, Memo Ochoa dio uno de los encuentros más épicos que un portero mexicano haya ofrecido en la historia de este deporte. Igualados en puntos con Brasil, dos goles de diferencia colocaron a la selección como segundo del grupo.
Holanda iba a ser paredón o puente. Bulgaria, Estados Unidos, Alemania y Argentina eran los saldos del pasado, la historia contra la que se tenía que pelear. En un partido de ir y venir, el primer caído fue Héctor Moreno, a quien dicho sea de paso, le perdonaron un penal. La primera parte nos dejaba a un combinado nacional frontal, ofensivo, sin respeto alguno por las jerarquías, pero que no lograba transformar esa subversión en un gol. Al 47´ fue la explosión. Giovani Dos Santos convirtió a todo el país en un grito.
Pero entonces sucedió algo extraño. Como si la victoria fuese una especie de lastre, el equipo comenzó a mutar: justamente Dos Santos, una pieza de valor incalculable al frente, salió de cambio al 61´. A partir de ese momento el conjunto nacional comenzó a sufrir cada vez más y más. Los vientos cambiaron al interno del campo y Robben devino vendaval, una tormenta que desbordaba todas las capacidades del Tri por la banda derecha. Pasamos de ser embiste a muro, trinchera que de forma desesperada defendía ese 1-0.
Y entonces llegó el 87´, la fatalidad se tejió en los botines de Wesley Sneijder, quien ingresó al área solo, para acompañar el gol del Tri en el marcador. 1-1 Seguía siendo una victoria para las condiciones en las que se encontraba el partido. Seis de agregado. Imposible comprender hoy cómo es que en seis minutos parecía contenerse el tiempo todo. El 91´ vio una de las actuaciones que más han lastimado a nuestro país. A estas alturas ya es irrelevante si era penal o no, porque terminó por serlo.
Recuerdo con nitidez a Marco Fabián de rodillas, palmas juntas, en un rezo que que condensaba todo. Hoy es irrelevante, pero en ese momento parecía tan injusto. No así, no por un penal que no existió, no por favor. Pero la intervención divina no llegó y el infortunio volvió a cruzarse en nuestro camino. Hoy sé que se le perdonó un penal a México y que el equipo se echó para atrás, que en gran parte fue culpa de la selección. También entiendo que en caso de haber justicia, Holanda habría tenido un penal a favor primero. Pero me sigue dando algo de tristeza pensar en las formas. En los confines del partido, cuando ya saboreábamos ese añorado quinto partido la tragedia se cernió sobre nosotros.
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Por Alberto Román / @AlbertoRoman