Minuto 115 en el Soccer City al extremo sur del continente que habitó el origen de la civilización humana, España y Holanda se jugaban el último aliento en busca del momento deportivo más feliz de su historia. Bajo el mismo meridiano, el esplendor micénico tiene en jaque al ejército griego por la guerra extendida ya por años contra los anfitriones troyanos, restaba una estrategia final. Ambos detonaron la chispa.
Navas recibió el balón en terreno propio y tributa su reserva energética para correr por el borde derecho del campo sin dejar salir el balón, cae el balón al 6 y entrega de tacón a Fábregas, regresa a Navas que mira abierto en banda a Torres, entregándole el esférico para preparar la estocada.
Troya recibe el obsequio artesanal como símbolo de rendición: un caballo de madera que es descansado al interior de las murallas, del que salieron esa noche soldados para capitular la ciudad, dando comienzo a la batalla final.
Torres alza la mirada y dirige el envío al área grande, es rechazado y llega a Fábregas, intuye al 6 a una diagonal de la oportunidad última. Entrado a la ciudad, el heroísmo de su soldado más grande está a un acto de consumarse, Paris perfila su arco y apunta. El 6 queda solo frente al portero. El soldado inhala por última vez. Y el 6 tira cruzado. Y París dispara su flecha. Segundos después, Aquiles e Iniesta consumaron sus destinos y el de todos.
Entrados al poniente del Mediterráneo, la región de Castilla la Mancha tiene un pueblo de nombre Fuentealbilla que no ha dejado de aplanar sus índices demográficos. Ahí nació Andrés. Su destino no era en absoluto el de la grandeza, era profundamente reservado y quizás la mayor aspiración inercial era el de un trabajo honrado en el pueblo. Entonces conoció al fútbol. O el futbol lo conoció a él.
En el pavimento conducía el balón como si el cortejo estuviese apalabrado, reinventaba el parado táctico del rival con solo reacomodar su semblante, tercerizaba el talento para generar la ilusión de facilidad por pases que escondía maestría nata. Supo el niño de tez clara que le bastaba el lenguaje no verbal en la alfombra de césped para conversar con el mundo.
Transcurridos 3 meses para comprarle botines, su padre prendió el automóvil con dirección a la ciudad condal del Fútbol Club Barcelona. Llegado a La Masía, Andrés se presentó con el primer día del resto de su vida.
La formación de Aquiles comenzó también a temprana edad. Entró, junto con Patroclo, en tutela del centauro Quirón, quien les enseñaría a fortalecerse en la supervivencia extrema, con temperaturas inhóspitas y entrañas de león, oso y jabalí como alimento, mientras era perfeccionada la técnica del tiro con arco, la elocuencia verbal, la curación de heridas y técnicas de canto. Para entonces, el profeta Calcante advirtió que el alumno estaba próximo a elegir entre una vida extendida en el anonimato discreto, o un fugaz instante mortal pero suficiente para permear su memoria imperecederamente.
Aquiles sabía de su grandeza venidera, Andrés aún estaba incierto, pero los visores de las pruebas profetizaban al manchego un parteaguas para la profesión misma, en especial de aquel que le entregó el trofeo de un campeonato infantil por anotar el gol decisivo: Guardiola. Pero Andrés seguía sufriendo la separación de su natal Fuentealbilla, de sus amigos, de su familia.
Aún si la Masía era un sueño con una cuota de realidad muy severa, ningún cauce de lágrimas lo haría vacilar, seguiría costase lo que costase. Y Andrés siguió maravillando, fue entendido su desentendimiento con el canon del futbolista, no abrazaba la distracción de los flashes, las entrevistas ni el zumbido mediático. En su mundo, la única exageración posible era la excelencia.
Ya en la Masía helénica, Aquiles era ya en un guerrero formidable con fuerza nunca antes asumida por un humano y velocidad con mote adjudicable de “pies ligeros”. No era aún la hora para cumplir su destino, por lo que su madre lo escondió en la corte del rey Licomedes como incógnito. Así los años hasta que un día llegó Odiseo para comunicarle una noticia: la princesa Helena había sido raptada por Paris y los troyanos. El llamado al rescate fue el símbolo inequívoco, la hora había llegado.
En Barcelona, Andrés recibió también el llamado para empapar una nueva camiseta en divisiones juveniles: la de la selección española. Ahí encontró a Dani Jarque, quien le acompañaría a conquistar el viejo continente mientras la amistad entre ambos se fortalecía honesta y genuinamente. Con Dani al lado, Andrés era aquello que transcurría en la cancha ahora fuera del rectángulo de cal. Con Dani, Andrés enaltecía su juego para lograr la definición estética del gol. Los sueños de ambos estaban embarcados en una nueva meta a la vuelta del calendario: Sudáfrica 2010.
Por motivos no disímiles, Aquiles era más teniendo a Patroclo al lado, quien una vez fuese su compañero con el centauro Quirón. Si en campo de batalla era implacable y feroz, con su amigo no reparaba en ternura, solidaridad y cariño; no era una debilidad, si no su más grande fortaleza. En una esfera colectiva que lo idolatraba, Aquiles solo quería ser individuo para Patroclo. Luchar al lado del otro era el más grande anhelo. Juntos desembarcaron y capitularon la costa troyana. El gobernante de los locales, Príamo, se reservaba el pesimismo al creer imbatibles sus fortificaciones contra el ejército de Agamenón, ya a las puertas de la ciudad.
Aquiles combatió por la gloria eterna, no para enaltecer a su comandante con quien presentaba desencuentros. Tras la captura de la troyana Briseida, hija de Príamo, Agamenón la exigió a Aquiles, quien tomó la solicitud de insultante pues estaba en posesión suya y optó por dejar de luchar en el frente de batalla. Como resultado, las victorias invasoras fueron tornadas por el declive del ejército helénico.
Como resarcimiento, Agamenón ofreció regresarle a Briseida, pero Aquiles se disponía a embarcarse a casa. Con el ejército replegado en las playas, Patroclo fue designado para liderar el contraataque. Al conocer la negativa de lucha de Aquiles, decide acompañarse de una u otra forma de su espíritu y se vistió con su armadura. Ahí se encontraría con Héctor, príncipe troyano que sellaría el desenlace de Patroclo.
Llegado al verano del 2009, Dani Jarque estaba en gira de pretemporada con el Espanyol en tierras toscanas, no llevaba más de un mes con el brazalete de capitán y la esperanza de alinear en la cita mundialista con su querido Andrés era más latente que nunca. En su habitación hablaba por teléfono con su novia cuando la voz del futbolista fue sustituida por el silencio; Dani había perdido súbitamente el conocimiento.
Andrés y Aquiles fueron al encuentro de la verdad. Dani había sufrido una asistolia que le detuvo toda actividad eléctrica y el corazón dejó de bombear sangre. Patroclo fue atravesado por la espada de Héctor, quien además tomó la armadura como recompensa. Andrés abrazó el recuerdo, Aquiles el cuerpo ensangrentado. Para ambos, se agotaba la chispa para seguir adelante, habían perdido a su más grande fortaleza. Y, sin embargo, frente a ellos, estaba el llamado a cumplir el destino más grande de sus vidas. Los héroes estaban por tomar una decisión.
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Por: Willy Sepúlveda / @WillySepu1