Algo había escuchado sobre la Copa América, pues hacía diez días que no apagaba la tele ni un momento —el silencio se había hecho insoportable y el ruido del ventilador para defenderme del calor de Veracruz en verano también—, así que el canal 2 sonaba día y noche. Además de las novelas, había mucho futbol también.
Mi hijo desapareció en noviembre de 2015. Apenas unas semanas después de que vi en las noticias la manera en la que el gobernador Javier Duarte se rió en la cara de una madre desesperada por encontrar al suyo. En ese momento sentí un gran coraje, pero también escuché que mi pensamiento murmuró un agradecimiento porque no se trataba de mi hijo quien estaba desaparecido. Un poco más tarde mi hijo también se esfumó. Y un poco después, conocí a Araceli.
De manera que, para junio de 2016, llevaba apenas unos meses en mi búsqueda, siete para ser precisa. Una eternidad vivirlo, pero solo un instante al compararlo con otras madres que llevaban años y años sobreviviéndolo.
Recuerdo que cuando las conocí lo primero que hice fue abrazarlas. Pocos impactos pueden ser tan fuertes como el choque entre dolores compartidos, es una explosión y un grito, que en el mejor de los casos, da la esperanza de volver a sentir algo más que una pena moribunda y una rabia encarcelada. Pero mi esperanza murió muy rápido y me abandonó.
Así como yo, que tras rendirme sentía que había abandonado a mi hijo, a mis compañeras, a su hijos, a nuestra lucha y de paso a mí, pero yo sentía que ya no podía más. Este camino es uno en el que cada vez se busca más abajo. Se empieza en el hospital, luego en la delegación, después en la morgue, y finalmente estás escarbando entre la tierra. Entre más bajas, más te come la oscuridad. Y yo ya no veía cómo soportar más.
Diciembre ya había sido un mes difícil, pero sabía que junio lo iba a ser incluso mucho más. Durante esos meses viví con el miedo de que la mitad del año llegara, pero naturalmente sucedió. Justo un mes después del 10 de mayo llegaba su cumpleaños, así que todos los 10 de junio, durante 19 años, la certeza de mi vida había sido reafirmada cada vez que veía su rostro iluminado por una vela justo antes de partir su pastel. Pero en ese momento no sabía ni entendía nada. Y no había más que aludes de pensamientos que desbordaban mi cabeza: no sabía si mi hijo respiraba o no, si estaba completo o no. Si lloraba, si gritaba, si sufría, si vivía, y si aún lo hacía, si lo soportaba.
En medio de esa violenta nada, tenía varios días que no encendía mi celular, por lo que algunas compañeras ya me habían ido a buscar un par de veces a mi casa. Se trató de los únicos momentos en que silencié el televisor para que la casa pudiera fingir que no había nadie. Seguramente nadie le creyó, pero yo decidí hacer como que sí, para poder seguir aislada y separada.
Cuando el 18 de junio de 2016 Eugenia y dos compañeras más regresaron, primero pensé que se trataba de una visita más para verificar si yo estaba bien. Es cierto que la manera en que llamaron a la puerta fue distinta, más apresurada y con mayor ansia, de cualquier forma no abrí. Sin embargo, el sonido de esos golpes me dejó pensando, por lo que decidí encender mi celular para comunicarles que no se preocuparan, que yo estaba bien pero sobre todo, que no era necesario que siguieran yendo hasta mi casa a verificarlo. Una vez que escuché que se habían ido, llevé mi mirada hacia la tele, mientras con el control remoto le regresaba el sonido, y noté que estaba por iniciar un partido de futbol, jugaría México contra Chile. Mi hijo siempre prefirió el béisbol pero los de Eugenia respiraban futbol, pensé.
Eugenia era la madre de Andrés y Javier, de 22 y 17 años. Todos los jueves tras salir del trabajo, Andrés recogía a Javier en su preparatoria, de ahí se iban a jugar con el equipo que tenían con sus amigos de la colonia. Desde siempre jugaron, así que durante los años y años que Eugenia les lavó la ropa, por sus manos desfilaron decenas de playeras y uniformes de futbol. La del equipo del momento y la que usaron el último día los vio, era la de la Selección Mexicana. Playera verde, short blanco y calcetas rojas, mucho más fáciles de lavar que las de color claro, sin decir nada, era algo que Eugenia agradecía.
Unos minutos después de que Eugenia y las compañeras partieron de mi casa tras no obtener respuesta, decidí encender mi celular. Apenas terminó de cargar y mi pantalla se llenó de llamadas y mensajes precisamente de Eugenia, quien necesitaba urgentemente uno de los contactos que solamente yo tenía.
En estas búsquedas decidimos que como medida de protección, cuando alguna consiguiera algún contacto que implicaba un peligro particular, no todas lo tendríamos, pues compartir esa información significaba también compartir el peligro, así que solo se la dábamos a alguien más en casos estrictamente necesarios. Había un par de esos contactos con los que solo yo contaba.
Pero tener algún número telefónico, algún dato o algún conocido era solo el inicio. Jamás había enfrentado tanta burocracia como lo hice al buscar algún rastro de mi hijo. Había trabas por doquier y prácticamente no existen los tratos directos. Una tiene un contacto y ese contacto tiene otro, y ese a otro más. Es como una cadena que nunca acaba, que por el contrario, muchas veces regresa a una misma y nada se gana.
En fin, yo tenía un contacto que tenía un contacto en el ministerio público. Eugenia, por medio de otro contacto, supo que era probable que alguno de los míos tuviera en su poder un croquis para llegar a una fosa clandestina en la que había indicios de que podrían estar Javier y Andrés o al menos lo que quedara de ellos. Al parecer a un precandidato que tenía relación con un cártel, le interesaba que otro cártel fuera vinculado con todos esos cuerpos, pues otro de los precandidatos se entendía con ellos.
“Orita no estés chingando ya va empezar el partido”
Mi contacto me reenvió la respuesta que su contacto le había dado. Cuando la leí me terminé de abandonar, no quedó nada dentro, ninguna esperanza, ninguna razón, no había nada. Sentí que mi cuerpo estaba hueco y que más temprano que tarde terminaría por desmoronarse. Le reenvié el mensaje a Eugenia y mantuve mi mirada fija en el televisor. El único sentimiento que parecía aferrarse a sobrevivir era el de vergüenza por sentirme incapaz de hacer más.
Una hora después recibí otro mensaje, y todo había cambiado, pues el contacto de mi contacto estaba rabiando de ver cómo México caía ya por cinco goles y parecía que caerían más, así que como una especie de venganza hacia la selección y hacia la patria, decidió dejar de ver el partido y ponerse a trabajar un poco. De manera que comunicó hacia esferas más altas sobre la posible fosa clandestina. Su superior se entendía con el cártel que había filtrado la información, por lo que se decidió a actuar.
Once cuerpos fueron encontrados, entre ellos los de Javier y Andrés. Su ropa no podía ser confundida, pues las espaldas de las playeras de la Selección Mexicana con las que desaparecieron, estaban marcadas con sus nombres. Fueron halladas entre la tierra, llenas de algunos gusanos y de sangre seca.
Aquellos días Eugenia lloró y lloró, no había sobre la tierra llanto más fuerte. Pero su corazón ya no ardía y al fin pudo empezar a apagar las llamas que arrasaban con cuanta esperanza encontraran en ella. En su alma había cenizas, pero el humo ya no era tan espeso. Poco a poco dejó de ser negro y empezó a ser humo blanco.
El tiempo ha pasado y el dolor que siento sigue atascado en cuanto interior tengo, pero apagué el televisor y regresé a buscar. Los cuerpos de nuestros hijos siguen esperando que los saquemos de abajo de la tierra. Quieren volver a sentir la luz y que les lavemos aunque sea un poco de la oscuridad en la que los hundieron.
Gracias a Javier y a Andrés entendí un poco de la pasión que existe alrededor del futbol. Incluso he llegado a ver algunos partidos. Vi con Eugenia y con más compañeras cuando se le ganó a Alemania uno a cero, por ejemplo. Llegué a emocionarme cuando cayó el gol, Eugenia lloró.
Pero también recuerdo que durante ese junio en que a México le metieron siete goles, sentía que mi corazón se había despedido hacía ya unos días y entonces solo esperaba a que lo hiciera también mi cuerpo. Fue así que cuando recibí ese primer mensaje en el que me dijeron que no buscarían nada, ni siquiera sentí dolor ni rabia, simplemente confirmé que mi corazón y mi cuerpo iban en el camino correcto.
Sin embargo, aquel día el monstruo que tanto nos había quitado jugó a nuestro favor. No fue compasión, ni fue amor, fue simplemente un accidente que nos salvó. A Javier y Andrés los sacó de la tierra, el alma de Eugenia se dejó de calcinar y yo volví a soportar el silencio.
Ahora entiendo un poco más de futbol y sé que hubo una vez en que Chile le metió siete goles a México y que México no metió ninguno. Sé que para muchos se trata de uno de los episodios más oscuros. Al final de todo, a mí no me lo pareció tanto.
*Ficción que se acerca a la realidad.
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Por: Omar Sánchez / @SanchezGarcia_O