Fermina Daza tomó asiento en la primera fila de la iglesia para despedir a su anciano esposo del breve tránsito de este cúmulo de presentes que solemos llamar vida. Al término de la caravana de condolencias, aguardó el octogenario Florentino Araiza bajo el camuflaje del luto solemne hasta que logró decirle a solas: “Fermina, he esperado esta ocasión durante 51 años para repetirle una vez más el juramento de mi fidelidad eterna y mi amor para siempre”. Y sí, la cifra de Florentino fue la consumación, el de un atlista significó el punto de arranque.
Fe
Cuentan nuestros cánones que en el año 1951, obtuvimos nuestro primer campeonato de liga. Tras resistir la tentación del llamado a jugar en el Manchester United por anotarle 4 goles en un amistoso, el costarricense Edwin Cubero marcó el único gol desde los once pasos. Una vez tocado el cielo, solo restaba reiterar la gloria en 1952. No se logró. Tampoco en 1953. Se acumulan 70 intentos fallidos.
¿Por qué hay sentido en todo esto? El futbol se convirtió en la primera decisión de pertenencia en la historia de la modernidad. Porque a la nacionalidad la dicta el pasaporte y a la profesión de fe un acta sacramental. Heredados, prácticamente indisolubles. Pero está la camiseta. Ya fuera por la sugestión de un amigo, familiar o el propio entorno, partimos de un escudo bordado que no dimensionamos del todo, pero tarde que temprano la duda dogmática aparece y exige discernir el motivo de la adhesión. De buscar la asimétrica recompensa del resultadismo, bastaría consultar las estadísticas, apuntar al puntero en el palmarés y seguirlo en redes sociales. De asumirlo como un salvoconducto de cohesión social, un sondeo teñirá los colores al son de las mayorías.
Pero el atlismo quedó entrelazado a un modo distinto; es comprensible la incomprensión desde fuera. Hablamos de seguir a un equipo que no llena las vitrinas de títulos, que pelea constantemente para no descender —por cuarta ocasión—, que cada destello ocasional de grandeza es traducido como una oportunidad de la dirigencia para recoger las ganancias de la inversión, de seguir como parte de una feligresía que no ha visto en vida la consumación de la gloria. La lógica no cabe en esta ecuación. Quizás el motivo está en el origen.
Amor y dolor
Tras la estancia de los aristócratas hermanos Orendain en Inglaterra a inicios del siglo XX, importaron la naciente pasión al futbol. Concretada la creación del equipo por el tapatío Lico Cortina y resolverse el nombre de Atlas, “porque nos sentíamos cargando al mundo”, la elección de los colores estuvo influenciada por el instituto donde estudiaron los Orendain en el viejo continente: el colegio de Ampleforth, y cuyo patrono es San Lorenzo. Fiel creyente de su fe y sus principios, asumió el costo de retar la prohibición del cristianismo, por lo que fue capturado y torturado en una parrilla sin que esto le cambiara el ánimo. Dispuesto al fuego durante minutos, pidió con quietud a sus verdugos que le voltearan para iniciar la cocción del otro lado de su cuerpo. Desde entonces, el rojo y negro serían sus colores insignes para refrendar que de entre el dolor es posible conciliar el amor.
De aquel consenso en el tapatío café Rimans, un agosto de 1916, es que hoy cargamos con la significación plena de sus tonalidades. No es un reclamo, es un honesto agradecimiento. Sería ingenuo desentendernos de lo adverso de la decisión y el costo de la determinación, la duda es legítima cuando no se abandona uno del espejismo de la victoria.
Atlismo
Hoy el mundo exige la somnolencia de lo que nos habita alrededor, la inmediatez condiciona lo imprescindible si no llega en delivery en 24 horas, la dinámica en medios hace más atractiva la efervescencia de burlas y confrontaciones del que uno será víctima o verdugo para ganarse el derecho a ser. El atlismo es, pues, una bienaventuranza que no busca afirmarse en el espejismo de las victorias ni en las constelaciones de los títulos, una estrella ha sido suficiente para dictar nuestro norte. Porque la identidad es soberana y decidió residir en sus seguidores, sé es del Atlas porque antes de pertenecer a la colectividad, está la afirmación ontológica que se construye en cada heredero: se es de Atlas gracias y, por lo general, muy a pesar de la gestión.
No se busca que lo acontecido en torno al escudo sea un contrapeso a las desavenencias de la vida, sino que sea una extensión de la misma en su estado más puro. Uno donde la victoria es una excepción y el esfuerzo a veces no es suficiente, pero donde la infravalorada convicción de tender a la plenitud impera por sobre las estadísticas. Porque la derrota es también un espejismo, el atlismo se funda a través del campo más infértil para retoñar. La satisfacción es hacia la propia feligresía, de saber que solo los colores bastan para refrendar una identidad que no sabe morir. La unión, el apoyo, la incondicionalidad, el amor.
No cabía todo en múltiplos de 90 minutos más el agregado, la circunstancia hizo caer en cuenta que se nos había dado una escuela de valores. Porque escuchar en el altavoz la alineación “de los rrrrrrojinegros del Atlas” en voz del Chango Almaraz era por sí solo un triunfo, porque la verdadera historia está en qué hizo a cada uno llegar hasta allá.
Pasión como virtud
Está don Pepe, quien no puede ver, hablar ni escuchar, pero que demuestra que al estadio se va a sentir; está Luis Silva, cuya determinación inquebrantable le llevó a defender el arco en un solo partido a mediados del siglo pasado y colgar los guantes como el único portero invicto; en Andrea González, quien pintó mensajes desde las gradas en honor a su padre Juan Antonio, quien se adelantó a ver los partidos desde una grada más alta; del chilango Jorge, que hizo de la pasión un culto creciente, así no hubiesen más personas con quién compartir la afinidad durante décadas y, desde luego; los miles de barristas que rentan autobuses destartalados y viajan por horas en condiciones inhóspitas por un “yo te quiero, la AKD”.
Las probabilidades no son sentimentalistas, se advierte que la victoria puede que no llegue, pero la abdicación sencillamente no es una opción. De voltear al pasado, hallamos la añoranza redentora a través de nuestros más cercanos recuerdos, ahí están las fuerzas básicas de Bielsa, de las que surgirían los llamados niños héroes, comandados por La Volpe, a un penal negado de repetir la gloria, pero como dicta el cántico “…esa tarde pudo cambiar nuestra historia, sin embargo, el sentimiento no cambió”.
Están las conquistas sudamericanas de inicio de milenio y las victorias frente a los referentes. Está, desde luego, el Clausura 2013, del que iniciamos como claros candidatos al descenso y probable desaparición, pero que contrarrestamos con el cierre de filas en el “Banderazo Rojinegro” y el resto fue una realidad como pocas veces condescendiente con la pasión.
El resto consiste en sinsabores, la mezquina burla del entorno, el toqueteo entre dueños que miran más al engagement de audiencias que al cuidado de la afición como activo más grande del club y de la derrota misma en la cancha.
Sé es del Atlas
Apaciguado el coraje y, a veces, secadas las lágrimas, se reafirma la convicción de apelar al cariño cordial, volteamos al rojo y al negro y pedimos a nuestros verdugos voltearnos en la parrilla; que en ocasiones lo tergiversan afuera con la conformidad, pero en una decisión tan voluntaria como la de un equipo solo cabe el estado más puro del amor: la incondicionalidad.
Y cantamos “te juré fidelidad toda la vida”. Ya lo resumió el difunto Ramón Cano Figueroa, el seguidor más icónico de nuestra historia: “el atlista vive crucificado, pero descuiden, llegará nuestra resurrección”. Porque ese día llegará. Y sonará el silbatazo final y se abrazará un sentimiento encarnado entre familia, amigos y desconocidos, voltearemos —si no es que voltearán— al cielo para dictar con la mirada que la espera por fin terminó y la segunda estrella será finalmente tejida en el firmamento de la camiseta.
Desconocemos el plazo, el lugar y los protagonistas, pero sabemos que el sentimiento estará ahí, con o sin nosotros. No tenemos nada más, pero en definitiva no tenemos nada mejor. Ya son 70 años desde nuestro primer y único título, y no dudaremos en renovar la ilusión cada temporada, porque tal como le preguntara Fermina Daza a Florentino Araiza: “¿Cuánto tiempo podían seguir en ese ir y venir?’. Él tuvo la respuesta preparada desde hace más de medio siglo: toda la vida.
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Por: Willy Sepúlveda / @WillySepu1