Existen voces capaces de transmitir la tranquilidad de que todo estará bien. Michael Robinson gozaba de ese don. De nacimiento inglés, pero avecinado en España durante más de 30 años, Robinson hizo de su acento una marca inconfundible. Futbolista de profesión, incursionó en los medios de comunicación para ejercer el periodismo. Pero no un periodismo cualquiera, sino un periodismo de autor. Decidido a tomar distancia de los tópicos, jamás cesó de perseguir historias que desvelaran el lado más humano del deporte.
El idilio de Robinson con España comenzó en 1988, cuando el Osasuna le fichó como refuerzo. Después de construir su carrera como delantero en el Preston, Manchester City, Liverpool y QPR, llegó a tierras ibéricas sin sospechar los designios que su nuevo hogar le deparaba. “Era la peor de todas las ofertas que tenía, pero en ese momento no quería decidir en función del dinero, sino que quería jugar mis últimos años en un lugar en el que me sintiera apreciado”. En 1989 puso fin a su primera profesión. Cambió los botines por el micrófono pero algo se mantuvo intacto: el desmesurado amor por el balón.
Con la llegada de la última década el siglo XX, el análisis deportivo televisivo encontró un punto de ruptura con El Día Después, programa en el que Robinson comenzó su carrera mediática y que lo catapultó a la cima de preferencias entre los espectadores españoles, para luego cautivar a todos los hispanohablantes en la era de la información. Esa relación con la lengua de Cervantes siempre resultó llamativa para el público. Era normal que trastabillara al hablar y que por un segundo dudara sobre cuál palabra usar. Nunca lo negó: cuando salió de Inglaterra no conocía ninguna palabra de español y en 2014, ya con 27 años en España, aseguraba que seguía aprendiendo el idioma.
Jamás se sintió limitado y lo dejó claro en numerosas ocasiones. Su acento era una marca. Más todavía: era su marca, el sello de distinción que establecía el esmero por transmitir un mensaje alejado de la monotonía. “Todo el trabajo que hago tiene un acento pero es independiente del idioma y la fonética. Mi acento es una marca”. Al escucharlo hablar quedaba claro que el español no era su lengua nativa. Sucedía algo similar a lo que pasaba con Johan Cruyff. No dominaban el idioma, lo deformaban a su gusto, pero lo utilizaban como pocos.
“Por mucha gramática que se sepa, si no le acompaña una intelectualidad o un sentimiento, el mensaje que se da queda huérfano”, dijo al respecto. El escritor Jesús Ruiz Mantilla apuntó a la misma idea en el obituario que le escribió a Robinson en El País: “Fue el comentarista deportivo que paradójicamente mejor hablaba español. Sabía racionar sus juicios y evitaba la verborrea inútil”. Esa lucidez escondida detrás del español masticado se encargaba de llenar de cordialidad y camaradería las entrevistas que realizaba para Informe Robinson, programa que nació en 2007 y que en el imaginario colectivo constituyó la secuela de El Día Después.
Pese al estatus de revolucionario de la comunicación que le fue conferido, Michael Robinson rehusaba a denominarse periodista. “No soy periodista deportivo, pero tampoco me considero un productor de programas de televisión. A veces, cuando tengo que rellenar un formulario y pone «Profesión» me pregunto si debería poner «Jeta», pero acabo poniendo «Director de televisión». Aunque la verdad es que no sé qué profesión tengo”. Ese estado de indefinición no mellaba en absoluto sus ingentes esfuerzos por ofrecerle a la audiencia contenido de calidad.
“Lo que intento es hacerlo lo mejor posible para no decepcionar a esa gente que me ha concedido un par de minutos de su vida para que les enseñe lo que he hecho”. (Michael Robinson)
Lejos del fanatismo ciego y cegador que pulula en la geografía televisiva, Robinson supo apreciar el talento y el esfuerzo allí donde existieran. Eso sí, sin negar sus pasiones. Por eso cuando cuando le preguntaban si era del Madrid o del Barcelona, respondía tajante: “De ninguno: yo soy del Liverpool”. Y cómo no, si además de ser el club de sus amores, ganó una Copa de Europa en los dos años que jugó en Anfield. Pero sus valoraciones no cedían a la voluntad del corazón.
“Eso no hace que no pueda admirar la belleza de otros equipos y el mejor equipo que he visto en mi vida ha sido el Barça. Y eso no me hace culé, porque lo diría igual si fuera el Madrid, el Valencia o el Sevilla”. (Michael robinson)
En el periodismo se dice que el entrevistador nunca debe tener más protagonismo que el entrevistado. Regla de oro tantas veces rota con impunidad. Robinson hacía las preguntas precisas, sin adornarse ni mostrar ánimo de ufanarse de que lo sabía todo, aunque al escucharlo hablar pareciera que sí, que ese hombre lo sabía todo de todo: dónde habían nacido, cómo se criaron, cuál fue el momento que les cambió la vida para siempre. Daba igual que el entrevistado en turno fuera Vicente del Bosque o Jose Mourinho. La inteligencia y sensibilidad que destilaban las preguntas hacían que, sin proponérselo, el espectador engendrara un debate interno: ¿eran mejores las preguntas o las respuestas?
Desde joven cultivó la curiosidad que supo introyectar en cada programa y partido que comentaba. Antes de ser futbolista, su intención era estudiar Historia del Arte. El futbol le robó esa posibilidad, pero en contraparte le brindó la posibilidad de ofrecer contenidos que alcanzaron la dimensión artística.
“Evidentemente, yo quería jugar a fútbol, pero también tenía algunas inquietudes intelectuales y el fútbol podía compensarme jugando en otro país: vivir en el extranjero, conocer otro idioma, otras costumbres, otra cultura”. (Michael Robinson)
Informe Robinson cumplía los más altos estándares de calidad, capaz de satisfacer los paladares más finos y de atraer las miradas de aquellos que nada de interesante veían en los deportes. Su creador siempre defendió que la audiencia general tuviera acceso a los reportajes que hacía. “Ganamos el premio Ondas y me dijeron que Informe Robinson tenía demasiada calidad para estar en la televisión en abierto. Yo me reía de esto. ¿Quiere decirme que no es bueno para que lo vea todo el pueblo?”.
La dictadura del éxito en el deporte jamás le nubló el panorama, pues comprendió la vida más allá de las vitrinas y las galas: el factor humano, con todas sus imperfecciones, como germen encargado de dotar de emotividad a las historias que giran entorno al deporte.
“El fracaso y el éxito son dos impostores, son tan traidores. Nunca somos ni tan buenos ni tan malos”, sentenciaba. “Creo que el fracaso, que tan importante nos parece, no existe si das lo mejor de ti, si haces las cosas lo mejor que puedes. La persona que es así es grande”.
Ese filosofía lo acompañó en los momentos más difíciles de su vida. En diciembre de 2018 hizo público que padecía una melanoma con metástasis avanzada. «Solo me matará una vez. Mientras yo sigo disfrutando de la vida. No tengo miedo a morir, tengo miedo de no vivir mientras estoy vivo. No estoy enfadado con la vida. Si la vida se mide por cuotas de felicidad yo tenía que haber muerto hace 15 años«. Su voz se apagó el 28 de abril de 2020. Bastará con escucharla una y mil veces en alguno de sus reportajes para volver a creer que todo estará bien.
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Por: Omar Peralta / @OmarPeraltaH