La marca de refresco bombardeaba con publicidad la radio y la televisión con su torneo. Acapulco salía en los comerciales. Imposible no estar emocionado. Un torneo a nivel nacional digno del River Play. Al menos yo me imaginaba en la playa con mis amigos. Esa era mi motivación.
A todo éxito local siempre vienen las envidias, tal y como pasa en el futbol profesional. Los odiosos de quinto año también querían participar. Ya habíamos tenido rencillas con ellos en los recreos y no nos caían bien. Querían ser los nuevos campeones pero nunca los dejamos. Supuestamente solo tenía que haber un equipo que representaría al colegio, sin embargo, la rivalidad traspasó el juego, y sin importar las reglas, decidieron inscribir su equipo en el torneo. El prefecto no le daba importancia, y creo que ni se inmutó. Les dio oportunidad con su firma, como si fuera Poncio Pilatos. No quería problemas.
A nosotros la verdad nos daba igual, pero lo tomamos personal cuando mandaron a hacer su uniforme con los colores del auténtico River Plate de Argentina. Cayeron de nuestra gracia, pero decidimos ignorarlos y seguir con lo nuestro.
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Ya que era un torneo a nivel nacional entonces teníamos que entrenar. No bastaba jugar en el recreo o en las clases de educación física. Teníamos que ser serios al respecto. Mi papá fungió de entrenador, y el del Chino como asistente. Llegamos a entrenar en el patio donde mi papá tenía sus oficinas. Fueron buenos tiempos y todos estábamos comprometidos. A los 12 años solo piensas en divertirte, pero el hecho de ponerte de acuerdo para entrenar ya implicaba un tema de mayor responsabilidad. Aún así nunca dejábamos de reír. Lo disfrutamos mucho.
La magnitud del evento ameritaba un uniforme. Dejamos a un lado los pants de educación física y nuestros papás nos patrocinaron la indumentaria: jersey amarillo y rayas azules. Era el clásico uniforme de los Tigres de la primera división. Muy noventero, llamativo, y único. Aún recuerdo la primera vez que nos lo probamos. Estábamos en los vestidores abriendo emocionados el plástico que los envolvía. No eran el rojo y blanco del original de Buenos Aires, pero sí el amarillo y azul de nosotros.
El River Play pasó la fase de grupos sin problema. Pero los de quinto sufrían y estaban a punto de ser eliminados. En la desesperación, su entrenador le pidió al nuestro que nos ayudaran a golear a un equipo para que pasaran a la siguiente ronda. Mi papá le preguntó que cuántos necesitaban. Dijeron que cinco. Metimos siete. Los calificamos con una cachetada de guante blanco. Les hicimos saber que el equipo de la escuela éramos nosotros. Los eliminaron de inmediato. Ya lo sabíamos.
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Seguimos avanzando en las finales. Recuerdo unos cuartos de final en los que metí un gol desde atrás de media cancha. Cuando acabó ese partido mi mamá le habló a mi papá para preguntar cómo nos había ido. Mi papá, usando su celular que parecía tabique, le mencionó con emoción que habíamos ganado y que había hecho un partidazo. Me sentí Alex Aguinaga en el auto. La semifinal la ganamos sin problema. El River Play estaba en la final. De ganarla, jugaríamos el torneo nacional en Acapulco. Estábamos contentos. Una victoria más y estaríamos en la playa.
En el deporte siempre hay equipos que uno recuerda con cariño a pesar de no haber ganado un campeonato. Aquellos que lo dieron todo y, que por alguna razón, no pudieron cumplir el objetivo. El River Play quería ir a Acapulco. El día de la final había llegado. Estábamos listos. A nuestros escasos 12 años estábamos decididos a ganar la final. Pero algo no cuadraba bien. Los rivales se veían mas grandes. Tenían cuerpo de adolescentes mientras que nosotros teníamos todavía la apariencia de niños que apenas comenzaríamos la pubertad. En esas edades, tres años son un mundo de diferencia en lo físico. Mi papá y el del Chino sabían que no eran de nuestra edad. Recuerdo que hablaron con el árbitro y citaron a varios de sus jugadores para preguntarles su edad. Misteriosamente no sabían cuántos años tenían. Era absurdo. Veían a su propio entrenador para confirmar su edad. El árbitro dejó que jugaran. No nos importó.
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En tiempo regular peleamos, fue un partido duro. El rival estaba desesperado. Los niños desgastábamos a los adolescentes en cada jugada. Al final empatamos y nos fuimos a shoot outs. Me tocó tirar el penúltimo. Ya habíamos fallado uno. Tomé el balón, respiré profundamente, sentí nervio, y erré. Me quedé tirado en el suelo con los brazos en la cara. No recuerdo quién me fue a consolar pero vi muchos jerseys amarillos y los pants rojos de mi papá. Perdimos la final. El River Play no iría a Acapulco. A pesar de quedarnos sin mar, tuvimos la satisfacción de haber dado todo. En ese sentido River Play fue el verdadero campeón.