Casi nunca lo hace. Mi padre se acerca a platicar conmigo, quiere que lo
escuche. Me muestra un par de fotografías. En una de ellas aparece él de
adolescente en compañía de otros dos jóvenes; abrazados, sonríen al lente de la
cámara para presumir bigote y cabello setenteros, además de vestir
antiguos uniformes futboleros de short corto con playera sin publicidad.
En la otra imagen se observan dos cuerpos en estado de descomposición
tirados sobre una superficie repleta de piedras. Ambas fotografías en blanco y
negro.
“Todavía los recuerdo. En ese entonces jugábamos futbol en una cancha
que improvisamos en las afueras del pueblo, cuando era llano, cuando no
había ciudad. No dejo de culparme”, dice mi padre.
¿Culparse de qué? Se sienta junto a mí para extraviar la mirada hacia un
foco apagado como si en él protegiera sus recuerdos. Comienza a
contarme quiénes eran, qué hacían. Cuenta su motivo de culpa.
Eran amigos antes que cualquier cosa. Crecieron juntos en un pueblo del
norte y juntos fueron a la misma universidad. Los tres estudiaban
Filosofía, carrera mal vista en aquellos ayeres. Era considerada un escape
para los vagos, para los jipis, para los rebeldes que buscaban una
alternativa de reclutar opositores al gobierno. Pero tenían otro punto en
común, el futbol. Antes que mítines, círculos de estudio o debates, aparte
de juergas con charlas acompañadas de tragos, estaba primero el balón.
Podían perderse una reunión pero no un partido.
También te puede interesar: Sócrates: Pensar con el balón
“Ese día leeríamos un discurso para exigir que cesara la persecución de
políticos y policías que nos consideraban militantes anarquistas venidos
del infierno. Antes de ir al auditorio de la universidad fuimos a la cancha
y…”, pausa mi padre su pena, un nudo en la garganta le detiene.
Otorga tres segundos a su aliento para continuar: “…Varios camiones
llegaron a recoger a todos, ¡a todos! Ellos dos se quedaron de pie. Dijeron
que no se moverían porque no debían nada y nada temían. De mí se
apoderó el miedo, corrí como loco perdiéndome en una cañada, nuestra
ruta más corta y rápida para volver al pueblo. Miré cómo los trepaban, ahí
escondido entre las rocas. Fue la última vez que los vi”.
Después supo que avionetas del gobierno estatal arrojaron los cuerpos
envueltos en cobijas sobre un terreno baldío ubicado a 30 kilómetros de
su pueblo. Fue en esa cañada, según él, donde dijo adiós a su juventud. Y
paso se despidió del futbol.
Ahora entiendo el disgusto que le causa a mi padre que me apasione
tanto el futbol. Creo que es momento de romper o quemar las fotografías
que lo atormentan. También es tiempo de captar nuevas imágenes, de
que las captemos juntos.
Por: Elías Leonardo / @jeryfletcher