Humberto Suazo no intimidaba a nadie a golpe de vista. No era alto ni fuerte. A los 22 años, en la tercera división de Chile, su nombre no figuraba en las escrituras de ningún profeta. Había sido expulsado de la Universidad Católica por faltar a los entrenamientos. Ni bohemio ni trasnochador. Solo hacía las cosas a su modo. Ese carácter rebelde estaba blindado a prueba de convenciones. No tenía el glamour de los humanos vanidosos. No lo necesitaba. Venía de otro planeta.
Para las pasiones no hay edad ni tiempos irrestrictos. Si José Saramago ganó el Nobel de Literatura a los 76 años, y su carrera como escritor comenzó a los 60, queda claro que el talento no tiene sentido de la prisa. Humberto Suazo, al igual que el escritor portugués, midió la vida con el reloj del virtuosismo. Su cadencia para regatear en el campo era analógica a la velocidad con la que viajaba con rumbo a sus sueños. En un mundo donde todos están preocupados por los logros ajenos, él llevaba su propio paso.
Descartado de la U Católica, Chupete volvió a casa para reencontrarse. Pronto se consagró profeta en tierra propia con el San Antonio Unido, el equipo de su pueblo. La nueva hoja de ruta lo llevaría al San Luis de Quillota de la tercera división. Ahí, en la Región de Valparaíso, impulsó un ascenso instantáneo con los 39 goles que marcó en un año; además, recuperó el fuego interno: “Prácticamente estaba retirado del futbol y aquí renací”, dijo Suazo cuando volvió a la cancha del Lucio Fariña Hernández ya convertido en figura de Colo-Colo.
El conformismo no figura en el léxico de los extraterrestres. Y tampoco en el de los delanteros de cepa. Por eso, en aquellos estadios despoblados, “El Gordo”, como le apodaban entonces, reventó las porterías con la frialdad de quien juega por rendirle tributo al arte, sin esperar nada a cambio. Las 2500 personas que acudían al estadio de Quillota, al paso de los años, terminarían por convertirse en una minoría privilegiada que contempló el aterrizaje del marciano. “San Luis era una cosa sin Suazo, y otra con él”, ha dicho el periodista. Lucio Fariña, a quien el estadio quillotano debe su nombre…
El talento está destinado a salir del anonimato. Su espectacular paso en Quillota le valió ser convocado a la selección chilena sub-23, para el Sudamericano de 2004 con miras a los Juegos Olímpicos de Atenas. Suazo se convirtió en el primer jugador de la tercera división chilena en ser llamado a cualquier selección profesional de aquel país. El Audax Italiano, del máximo circuito, no pasó por alto los recitales del ariete y le fichó. Así, en un año pasó de jugar en tercera a primera.
Suazo fue un meteorito en Audax. El entrenador, Claudio Borghi, se rindió ante él de inmediato. No podía ser diferente: ver a Suazo era mirarse en el espejo. Campeón del mundo en 1986 con Argentina, El Bichi se curtió en el potrero como un diez nato. Sin cuerpo de atleta, pero con una diestra prodigiosa. De su discípulo decía: “Suazo es un jugador raro; chiquito y medio gordito. Parece lento y no lo es; parece que le vas a quitar el balón y no puedes. Hay pocos como él”. Cuando el argentino llegó a Colo-Colo, al año siguiente, no esperó para llevar a Chupete consigo.
Juntos, maestro y aprendiz, lideraron a la versión más brillante de Colo-Colo en la época moderna. Jugadores como Jorge Valdivia, Matías Fernández, Arturo Vidal, Claudio Bravo y Alexis Sánchez, auguraban un cambio de rumbo para el futbol chileno, naufragante en los mares del derrotismo. Los Albos ganaron tres títulos de liga y llegaron a una final de Copa Sudamericana, que perdieron contra Pachuca. Esa caída caló hondo en la naciente autoestima chilena. Pero nueve años más tarde, cuando Chile ganó su primera Copa América, resultó imposible no recordar a ese Colo-Colo: la piedra de toque del balompié andino; el antes y el después.
Suazo anotó la descomunal cifra de 51 goles en 2006. La Federación de Historia y Estadística (IFFHS) le otorgó el reconocimiento como “Máximo Anotador del Mundo”. Nadie en la Tierra metió más goles que el Chupete Suazo en aquel año calendario. La Copa América 2007 dejó un sabor agridulce. Chile se marchó eliminada por Brasil con una vergonzante goleada de 6-1. Sin embargo, el nueve de La Roja dejó tintes de crack. Anotó tres goles en cuatro juegos, incluido uno de vaselina, rodeado de marcadores, que dejó inmóvil a Doni, el guardameta brasileño.
Concluidos dos años y medio de ensueño en Colo-Colo, su destino estaba en el mismo continente, pero muy al Norte. Monterrey le fichó por 5 millones de dólares. La primera temporada defraudó las justificadas esperanzas que la masiva afición rayada depositó en él: tres goles en doce partidos. Lesiones y desencuentros con la directiva parecían finiquitar la aventura mexicana. Nadie estaba contento. Chupete dijo que no quería seguir en el club y estuvo a un pelo de marcharse a Independiente de Avellaneda. La directiva regia incluso hizo oficial su traspaso. Pero, en un giro inesperado, Suazo se reconcilió con Rayados y acordó seguir en el equipo.
Mientras el idilio en el Norte alcanzaba niveles melosos, en el Sur, el futbol chileno se transformaba de la mano de un loco. Marcelo Bielsa no tenía como encomienda clasificar al mundial de Sudáfrica. Se trataba de algo más profundo: la misión, explícita o no, era cambiarle la mentalidad perdedora al futbol chileno. Para cumplir con tamaño desafío, se requería de un nueve matón, con hielo en la sangre y lava en el pecho.
Previo al segundo partido de Chile por las eliminatorias contra Uruguay, el mítico preparador físico Luis María Bonini dejó una arenga para la eternidad: “Chupete, la concha de tu hermana. ¡Vamos carajo! ¡Te quiero ver, te quiero ver, papá!. Suazo marcó ese día el primer gol de los 10 que rubricó a lo largo de la clasificación. Nadie hizo más que él. Ni Messi, Luis Fabiano, Forlán o Tevez. Bielsa encontró en “el Gordo” a un delantero estelar. Sus goles ya no solo reflejaban talento. También iban acompañados del transpirar propio de los inconformes. Chile alcanzó los 33 puntos y fue sublíder de la tabla, solo debajo de Brasil.
En el Mundial de Sudáfrica no pudo brillar. Una lesión le aquejó durante todo el campeonato. Chile cayó contra Brasil en los octavos, y la era de Bielsa llegó a su fin. No obstante, las semillas quedaron sembradas. Esas semillas, cuyos frutos serían recogidos por la generación de oro, jamás habrían germinado sin la colaboración del Chupete. Ya no volvió a jugar otra Copa del Mundo, y vio el bicampeonato de América por televisión, pero Chile no ha dejado de añorar los goles rebeldes de Suazo.
A su vuelta a Monterrey, ganó otra liga. Gol maradoniano incluido. También se hizo del tricampeonato de la Concacaf. Los 121 goles que marcó en la Sultana del Norte lo colocan como el máximo anotador en la historia de Rayados. Miles de aficionados han tenido a bien dedicarle la canción El Crack de Los Miserables, que reza: “sueños de niñez // convertirle alguna vez un gran gol a la vida // y encontrar una salida”. Lo dice Javier Marías y lo dice bien: “infancia es destino”.
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Por: Omar Peralta / @OmarPeraltaH