Debo confesar que de pequeño tenía un ídolo en la portería de las Chivas. Para mí, Oswaldo Sánchez era un tipo fantástico; equilibrado emocionalmente, líder de vestidor y temerario a la hora de achicar con su famoso “Cristo” (dícese en el argot futbolero cuando el portero se arrodilla sin miedo, abre los brazos y saca el pecho para detener cualquier tiro rival sin importarle su integridad). A mis siete u ocho años yo jugaba de portero, y nunca pero de los nuncas logré hacer el Cristo; prefería barrerme y cometer penal que arriesgar el rostro. Oswaldo era el defensor de la fe, el apóstol de la valentía y el guardameta de mis Chivas… hasta que vi aquel gol. Qué digo gol… humillación.
Fue en 2003 que me cayó encima el balde de agua helada. El evento sucedió en el Estadio Jalisco. Un delantero del Toluca (en ese entonces para mí, el tipo era un desconocido) recibe un saque de banda en la esquina del área grande -”tiene doble marca y está de espaldas; ahí se acaba la jugada” pienso ingenuamente-, sorpresivamente gira hacia la derecha con un ligero sombrero a Manuel Sol, regresa con velocidad -y con la pelota perfectamente controlada aunque suspendida en el aire- hacia la posición inicial y quiebra 180 grados para enfilarse a la portería. Carlos Salcido, entonces joven perla del Guadalajara, no pudo hacer mucho, lo vio pasar. El ágil ofensivo se enfilaba a la portería de mi San Oswaldo… sonreí, era un duelo ya ganado de antemano.
Ahí va… el arquero sale a tiempo como lo indica el manual, el toluqueño no tiene ángulo, parece una jugada resuelta… me equivoqué, mis ilusiones se rompieron y un soberbio y pausado sombrerito dislocó para siempre mi realidad. A los ocho años presencié un gol que cambió mi percepción del espacio y el tiempo. Qué enojo, el cabrón ni siquiera fue para festejarlo con júbilo. Caminó con cinismo y sacudió las manos mientras sus compañeros le revoloteaban encima. Oswaldo yacía tendido en el césped con los brazos extendidos, devastado. ¿Ese era mi héroe? Qué frustración, qué fraude. Ahí descubrí que en este juego uno puede tener, al menos, varios referentes según posiciones haya en el campo. Ahí estaba mi delantero malvado: José Saturnino Cardozo.
Y es que lo de Cardozo era un festín semanal, una comilona sin pudor. En 10 años (entre 1995 y 2005) anotó para el club choricero goles: de volea, de sombrero, de tacón, de cabeza, de espaldas, con la rodilla, con la cara externa del zapato, con la parte interna del pie izquierdo, con el empeine derecho, con las espinillas… una picardía absoluta.
Un crack cuya fuerza no venía del gimnasio sino de saber acomodar correctamente el cuerpo. Cómo cuidaba la pelota. Sabía meter el brazo, protegerse con los codos, echar la cadera hacia atrás cuando los defensas le intentaban quitar el balón por la espalda. Dirían en el llano: “¡ah qué correoso ese nueve!”.
Veo goles de Cardozo en YouTube y pienso que a los mexicanos se nos olvida que esos sombreros que le festejamos a Neymar en el área chica, ya Cardozo los hacía cada quince días en el estadio 3 de marzo, en el Azteca y en la Bombonera. 29 goles en el Apertura 2002, repito, 29 goles en un solo torneo. Quien no conoce a Dios, a cualquier santo se le hinca.
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Perdón pero no me interesa escribir del Cardozo entrenador. Que si estuvo en Toluca, en Veracruz, en Chivas, que si fracasó… da igual. Escribir es narrar épicas. El Pepe es el de la cancha, el de los tacos negros y las medias caídas, el de la lengua de fuera para festejar, no el sujeto engominado con traje asoleándose sin moverse.
Es que el apodo que le llovió desde los palcos de transmisión mientras cabalgaba por las canchas era exacto: El príncipe guaraní. Un guerrero mítico que venía del sur, una melena negra indefendible… un jugador que jamás volveremos a ver, porque ya todos los futbolistas son atletas, porque las canchas que pisó Cardozo con rollos de papel regados en el área ya no existen, porque el balón Voit pequeñito que nació pegado a su pecho no cumple los “estándares internacionales”, porque ya prohibieron quitarse la camiseta para festejar, porque los años noventa y los dosmiles no volverán.
18 veces en su fructífera carrera como portero tuvo que caminar Oswaldo a su propia portería a sacar el balón de las redes después de una anotación del paraguayo, mientras el estadio vitoreaba y el Perro Bermúdez liberaba de su ronco pecho el grito de: «¡!Goooooooooool Saturnino, Saturnino…. Goooooooooooool deee Cardozooo, del Toluuuuuca, el hombre del romance con el gol!!».
Saturnino, 249 veces nos hiciste felices.
Por: Diego Andrade / diego_a72
El Diablo Mayor, ídolo de todos, verdadero killer… Fuimos afortunados, VERDADERAMENTE AFORTUNADOS, de que no se haya ido a Europa y nos regalara dosis elevadas de talento, al cual no estamos acostumbrados a ver regularmente en nuestra liga… Si alguna vez sentí esa cosquilla y emoción que recorre el cuerpo poniendo la piel de gallina, que genera ese sueño mágico y lejano de ser futbolista profesional, fue viendo uno de sus enormes goles combinado con la alegría que generaba en sus compañeros y su afición…