Aquella noche salió de su pocilga, edificada con pedazos de lámina y cartón duro. El vagabundo, Lázaro, emprendía el ritual: buscar alimento, saciar el hambre. Acompañado de su perro buscó comida entre los desperdicios arrojados a los basureros, alcantarillas e incluso en las banquetas. Lo único que encontró fue un pequeño filete a medio cocer, mismo que partió en dos para compartirlo con el can. De regreso a lo que él consideraba su hogar sucedió el hecho que le cambió la vida.
Huyendo de un par de aficionados asturianos, enardecidos por los dos goles que les metió, Horacio Casarín corría a toda velocidad y cruzó con Lázaro. Casarín se quitó la playera del Atlante, se la dio al vagabundo y le pidió que se la guardara.
—Volveré por ella cuando sea un jugador famoso.
—¿Quién es usted o qué?
—Horacio Casarín. Quédate la playera, tengo que huir, esos asturianos me
quieren matar.
—Solo a usted se le ocurre pasearse en el barrio equivocado. Oiga, ¿y si no se
vuelve famoso?
—La vendes, te la quedas, o qué se yo.
Casarín corrió y corrió. Lázaro guardó la playera y mintió a los asturianos sobre el rumbo que tomó el atlantista. “Oiga, ¿no vio pasar a un futbolista por aquí?”. “Lo único que veo pasar es el olor de la mierda. Por estos lugares ni el viento se para”.
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Con el hambre a cuestas y viendo al perro flaco, Lázaro cogió la playera dispuesto a venderla. Reflexionó un momento: “Si se vuelve famoso costará más. Mejor nos aguantamos, además ni tiene nombre”. Con una ligera esperanza, Lázaro guardó la playera en un hoyo improvisado debajo del catre. El vagabundo y el perro se fueron a recorrer las aceras del Centro Histórico para ver si encontraban algo de comer. ¡Vaya que les fue bien! Encontraron de todo. Incluso, una joven que había sido plantada por el novio les regaló una bolsa de churros que había comprado para dominar el coraje.
Pasaron los años y Lázaro ya se había desentendido de la playera. De hecho, se había desentendido de la vida. Previo a un fin de año, su perro quedó impactado por la belleza de una perra. El can, dispuesto a conquistarla y cambiar de aires, echó a andar las patas pero no se fijó en el tráiler que cruzó por la avenida. Tal fue la desolación de Lázaro que hasta dejó de leer los periódicos, mismos que recogía cada vez que los tiraban afuera de la delegación. Primero les echaba una leída y después los usaba como cobijas o papel higiénico.
Enfermo de gripe y cansado de intentar llenar las tripas, el vagabundo tomó la decisión de morir tranquilamente en su casa. Si bien no quería suicidarse, dejaría a la inclemencia del tiempo el desgaste de sus signos vitales; dejarse morir escudándose en la miseria y en la edad. Justo cuando iba a preparar su último café, escuchó que tocaban a la lámina oxidada que fungía como puerta. Al abrir, Lázaro se topó con un anciano sonriente, elegante que llevaba un periódico en la mano.
—¿Puedo pasar?
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? (“Ya no se puede morir uno tranquilo», pensó
Lázaro para sus adentros).
—¿No me recuerdas? Soy Horacio, ¡Horacio Casarín!
La impresión por poco le causa un infarto, y no quería despedirse de forma tan brusca del mundo. Por supuesto lo invitó a pasar y le ofreció café. Charlaron casi toda la noche sobre lo que había sido de Casarín. Cumplió su promesa y se convirtió en un jugador famoso, en una leyenda. El vagabundo le dijo que aún conservaba la playera, le confesó su sufrimiento tras la muerte del perro. Dos ancianos que intercambiaron sus experiencias de vida.
Casarín, al ver que Lázaro estaba muy delicado, lo incitó a que vendiera la playera: “Con lo que te paguen compras medicinas y te vas a cenar como nunca lo has hecho”. Casarín se despidió del vagabundo con un fuerte abrazo, dejando el periódico en la mesa. Lázaro corrió a sacar del hoyo la playera que, para su sorpresa, ya tenía nombre: H. Casarín.
Sorprendido y extrañado estaba por salir de la pocilga cuando un ligero viento hojeó el periódico. Lázaro volteó y al ver la cabeza de ocho columnas apretó fuertemente la playera hacia su pecho. El diario en su portada decía:
«Adiós a la leyenda, muere Horacio Casarín«.
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Por Elías Leonardo / @jeryfletcher