Está hecho una furia. Ha convertido la recámara en un museo del tiradero, en una especie de teatro donde interpreta un monólogo de gritos dedicado a la ira. Busca como loco su playera roja, la tan amada playera roja. Sea en el estadio o a través del televisor no deja de apoyar al equipo, ah, pero eso sí, siempre con la prenda colorada bien puesta.
Recargada en la puerta, contemplando con ternura al energúmeno futbolero. Ella, su esposa, le pide que se calme porque quiere vivir con él un momento especial.
-Hoy te acompañaré al estadio. Y para eso también te tengo una sorpresa.
-¡¿Es en serio que quieres ir conmigo?! Espérame tantito, no encuentro mi playera roja.
-Ni la encontrarás, la tiré.
-¡¿Qué?! ¿Que hiciste qué?
-Tranquilízate. Ven.
Se dirigen a la sala. Irritado, alterado por lo que ha escuchado, él se sienta en uno de los sillones y trata de relajarse frotándose las manos tensas sobre el pantalón. Ella se le acerca y le entrega una caja con envoltura de regalo: “Ábrela”. Entre jalones y mordidas, torpe para usar las manos con calma, la abre. Es una playera del equipo, una playera con el color auténtico del club de sus amores, verde.
-Gracias, cariño. Pero, pero mi camiseta roja…
-Ya no la necesitas. Es momento de que uses el verdadero color. Anda, póntela y vámonos para llegar a tiempo.
Se la pone.
Muy extraño, alguien raro, así se asume al enfundarse en la camiseta verde. Más atónito queda cuando ve que su amada también porta una playera del mismo color, del mismo equipo.
-¡Te ves muy bien!
-¡Tú también!
Partieron hacia el estadio.
Instalados en las tribunas, ella le taparía los ojos con la delicadeza de sus dedos, le preguntaría si estaba preparado. Sin saber para qué, él respondió que sí.
Cuando ella quitó los dedos y él vio cientos de banderas verdes, cientos de playeras verdes y once hombres saltando a la cancha vestidos de verde, rompió en llanto. La abrazó fuertemente, tal como cuando lo hizo por primera vez. Era la primera ocasión en que ella iba a un estadio con él, era la primera ocasión en que él usaba una playera verde, no roja.
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Desde chico él amó a su equipo, un sentimiento construido a partir del oído. La ceguera derivada de un accidente le impidió crecer viendo a sus ídolos, pero los edificó a partir de lo que escuchaba e imaginaba. Como cualquier persona sufría las derrotas, gozaba las victorias. No tuvo ojos cómplices para atestiguar hazañas y caídas, pero en cambio tuvo alma para sentirlas.
Con la noticia de que podía recuperar la vista sometiéndose a una cirugía, el miedo se engendró en su persona. “Puede fallar, puede que no funcione la operación”, pensaba. Ya no era un niño, sino un adulto con el temor de padecer una gran desilusión. Venciendo al pánico, motivado por ver al mundo y, sobre todo, al equipo de sus amores, entró al quirófano.
Volvió a ser él.
Se dio cuenta de semejante resurrección cuando sus ojos se postraron en dos detalles que le pusieron la sangre caliente: una playera roja y una mujer. Lo primero que vio fue a un chiquillo durmiendo en la sala de espera del hospital, un chiquillo envuelto en una camiseta colorada. Fue tal el impacto de dicha escena que en agradecimiento al instante se prometió usar el rojo cuando de futbol se tratara, aunque su equipo jugara de verde.
Salió del nosocomio con el deseo de compartir a los mil vientos que veía, que era el hombre más dichoso del planeta. Tuvo que contenerse cuando sus ojos se cruzaron con la mirada de una chica que le preguntó la hora.
-No uso reloj.
-Bueno, gracias.
-¡Eres bellísima!
-Ah, órale.
A partir de ese “órale” comenzarían la historia que, por ahora, continúa con un abrazo, con dos llantos alegres fundidos en las tribunas de un estadio, de un universo nuevo pintado de verde. Así como lo hizo desde chico, él mantiene intacta su vista original: sigue viendo con el alma.
Por: Elías Leonardo / @jeryfletcher