a Michelle, claro.
Maragol me tiene tomado por los brazos, sin salida. El balón está por allá quién sabe dónde; a nadie le importa.
–Te lo juro por ésta, carnal.
Mi voz sale como quejido de urraca y, aunque nadie se da cuenta, con un sollozo; no sé si por el dolor o por el coraje.
–Pues ésta también te va a cargar.
Ya estoy cansado de forcejear y cedo. Mi estómago se revuelve, siento las piernas guangas, peor que después de andar en bici por varias horas. No sé de dónde le viene tanta fuerza al Maragol, pero ni dejándome caer por el peso me suelta: sostiene sus manos en mi nuca, brazos contra brazos y mi espalda contra su pecho.
Yo le sigo jurando que nomás había acompañado a su hermana a la casa porque la encontré en la micro de venida al cantón.
–¿Y por eso iban de la mano?–. Me lo preguntó hace rato, cuando a media reta me llegó con un puñetazo a la espalda y me sometió de los brazos. –¿Qué chingados le agarras a mi carnala?–, para ser exactos.
Por lo imprevisto del relajo, no volteé para saber si alguien podía echarme la mano, al parecer todos nos quedamos igual; sólo yo con la náusea añadida. Porque sí, este güey le pega a quien sea que respire al lado suyo, pero conmigo no se metería a menos que tuviera razón. Andrés y yo somos de los pocos a los que ni una sola vez nos ha hecho pleito por lo que sea, ni por una barrida accidental.
–Ahí me la encontré. Ni modo que me bajara antes o después -. Le dije poco antes de seguir forcejeando. –Cuál agarrados de la mano, ni al caso.
En el barrio todos sabemos que Michelle es intocable, inbesable, incortejable, y hasta inmirable. Tenemos a muchos testigos, algunos quizá tengan cicatrices todavía, de que intentar cualquier cosa, lo que sea, con Michelle, es imposible porque antes está un muro de nudillos llamado Maragol. Cuando éramos niños sus puños tenían nombres propios.
Me metió un dormilón detrás de la pierna. Me doblé pero él mismo me levantó. Me pregunté dónde estaría el Abuelo (Cruz, por supuesto), he visto un par de veces detenerlo cuando está por golpear a alguien. Ya te dije que no le pegues a tus chavos, cabrón, ha dicho las mismas veces. Pero se aparece por aquí cada San Juan.
Quiero decir algo, pero de verdad ya no puedo sin que me salga una perra lágrima. Esto lo nota Maragol, nunca le había visto ese gesto, de duda, como de cachorro que no entiende lo que dice su amo.
A mí algo me posee, ¿será simple terror? Suelto un sollozo que pedía con fuerza huir de mi garganta. Es como un botón para Maragol, que relaja los brazos y entonces busca cubrirme el rostro. Todavía haciendo como si siguiera muy encabronado, me deja en el piso, se queda en silencio un rato, espera a que me limpie la lágrima y se voltea con los demás.
–Está bien, lo voy a dejar en paz, pero que le pase por todos. –Dice para todos.
Los chicos sueltan una risa más nerviosa que en serio –o en serio de nervios–. Se relajan de a poco y se ponen en fila para tirar. Todas y todos se forman. Pinches ojetes, pienso. El único que se resiste a la peloteada es Andrés, porque lo que tiene de americanista, también lo tiene de leña con los demás.
Uno, dos, fallo, fallo, tres, fallo, cuatro, y en el quinto balonazo dejo de sentir, volteado como estoy, de espaldas a los chicos y sus risas, de espaldas a Maragol y ese extraño gesto. Ya sólo escucho el contacto de los tenis con la pelota, pero nada más, no sé si me pegan más o si salen volando. Oculto bien la cara, no para evitar los pelotazos, sino para ocultar la sonrisa, la sonrisa al recordar el beso con Michelle.
Por: Arturo Molina
Te puede interesar otra historia de Arturo Molina: Taconazo