Estados Unidos nos domina en casi todo. Se independizaron tres décadas antes que nosotros, tienen mayores índices de estabilidad política y derechos civiles, menores tasas de desempleo, diabetes e inflación. Incluso nos superan en superficie. Su población paga menos impuestos, tiene más camas de hospital per cápita y cuatro años más de esperanza de vida. Tal disparidad solía ser llevadera hace tiempo; en la época en que algo les faltaba. Algo que ellos no tenían y nosotros sí: ¡futbol! Con eso bastaba.
Apenas el doce de noviembre del año pasado, el Tri perdía dosacero contra aquel rival; la tercera victoria del adversario más fuerte de CONCACAF sobre nuestra Selección en el mismo año. El próximo jueves 24 de marzo volveremos a enfrentarnos a ellos en uno de los últimos partidos del Octagonal. Sabemos que del resultado de aquel partido no dependerá nuestro boleto al Mundial: estamos casi adentro. Del resultado depende más. Tanto más.
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Hasta inicios de este milenio, la superioridad mexicana sobre el país del norte en el balompié era notoria, indiscutible. No obstante, la Federación de Futbol de los Estados Unidos había sido fundada nueve años antes que la nuestra y afiliada a la FIFA con quince años de diferencia; México salía a la cancha, una y otra vez a demostrar cómo el águila real volaba aerodinámica y sin dificultades sobre el águila calva. Planeábamos con alas abiertas en cielo limpio sin necesidad de control de tráfico aéreo. Así fue durante varias décadas hasta el dosacero del 2002. El año maldito —en los octavos de final del Mundial de Corea y Japón— comenzó a cimentarse un nuevo antagonismo, otra causa que para algunos es pretexto; para otros, motivo. El primer ataque llegaba en el minuto 8′ con el gol de McBride, el segundo lo firmaba un tal Landon Donovan. La obra terminaba con Rafa Márquez en el minuto 88′ con un sutil cabezazo a Cobi Jones. Ese día, el Káiser nos representó a todos.
Así comenzó la desgracia. El país que para 1980 llevaba 46 años sin vencer a México (¡cuarenta y seis!) se nos había emparejado. Aquel país con el que siempre hemos sido comparados. Aquella nación frente a la cual solemos ser ridiculizados. Ese país. El que nos robó Texas, el que nos usa de patio trasero, el que no se cansa de hacernos ver más pequeños ante su colosal tamaño y economía. Aquel que sufre por los migrantes que le enviamos, por los crímenes que allá provocamos. El que se apropió de nuestros apaches y luego los exterminó. Ese país se cree —y en la mayoría de las ocasiones es— mejor que nosotros jugando al futbol. Vaya vejación. Lo que vemos en cada derrota no es un simple marcador. Es afrenta, bochorno: un recordatorio de emociones que no nacieron en la cancha sino en otro lado. En otros tiempos. Diría Eduardo Sacheri y diría bien: a los mexicanos nos ha tocado contestarle a aquel gigante en una cancha porque no tenemos otro sitio. Y cuando perdemos, tenemos que quedar mirándonos las caras diciéndonos en silencio «te das cuenta, ni siquiera aquí, ni siquiera esto se nos dio a nosotros».
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Este jueves, si somos vencidos en casa —en la morada del águila— estaremos acorralados ante dos posibles reacciones. La de los sinvergüenzas apátridas que ventilarán la derrota como evidencia de que no merecemos ir al Mundial. Y la del resto. Los que iremos a casa encorvados, inclinados con la cabeza gacha y el puño cerrado hacía el suelo. Si ganamos –si los vencemos—, nos pondremos de pie con el puño cerrado hacía el cielo y con una verdad fortalecida: siempre hemos sido mejores.
Por: Vanessa Romero Rocha
Es abogada. Estudió la licenciatura y maestría en Derecho en la Escuela Libre de Derecho, así como una maestría en la University College London. Escribe sobre derecho, género y deportes. Ha publicado en Porrúa sobre cuotas de género y la igualdad en México.