«Algunos virtuosos no necesitan más que un palmo de terreno para clavar la pelota en el arco.» «Es capaz de de gambetear dentro de un elevador.» «Puede recibir el balón, amagar y pasar con criterio, todo, parados arriba de una baldosa» (Sabiduría popular futbolera)
Esas metáforas suelen traer consigo otra más, una que empleamos cuando nuestro equipo se ve en la necesidad de neutralizar a cracks del tipo descrito. Decimos entonces que la zaga de nuestra oncena debe ser perfecta en la marca para no concederle a semejante adversario el más mínimo margen de libertad.
En sentido futbolero —figurado por definición— afirmar que tal o cual futbolista no debe tener el más mínimo margen de libertad resulta inofensivo, pero se torna alarmante cuando la expresión abandona su condición de metáfora y adquiere todo el peso de su dramática literalidad.
Aproximadamente dos horas después de concluido el partido en el que contribuyó con un doblete a la goleada 6-0 que el FC Barcelona le propinó al Hércules de Alicante la tarde del domingo 1 de marzo de 1981, el delantero asturiano Enrique Castro “Quini” fue secuestrado. Al abandonar el Camp Nou a bordo de su automóvil, un Ford Granada color whiskey, Quini tenía planeado conducir hasta el aeropuerto de El Prat para recoger a su esposa Mari Nieves y a sus dos hijos, una niña de 5 años y un bebé de 18 meses, quienes arribarían esa noche a la Ciudad Condal luego de pasar unos días en Asturias. Pero el ariete ovetense no pudo llegar por su familia. Cuando se disponía a reanudar trayecto rumbo a la terminal aérea tras una rápida escala en su departamento de la Vía Carlos III, el pichichi del momento —gracias a los 24 goles que marcó la temporada anterior para el Sporting de Gijón— de repente “nota un objeto frío que le ponen entre la oreja derecha y el cuello”. En adelante ya sólo recibe órdenes tajantes respaldadas por amenazas. Lo meten en su propio coche. Si osa despegar la vista, le aseguran que recibirá un tiro. Así lo relata el goleador en el libro que escribió sobre el episodio con auxilio de los periodistas Enrique García Corredera y Antonio Rubio.
Encapuchado, atado de manos, sus captores lo sacan de su vehículo (que abandonan en las inmediaciones de un mercado) y lo pasan a una camioneta en la que, metido dentro de un baúl, es trasladado por un largo camino hasta un taller, donde lo encierran en el minúsculo cuarto aislado, comunicado solo por interfono, que sería su prisión.
“El preso número nueve era un hombre muy cabal”, cantaba Joan Báez, cuando interpretaba la canción de la autoría de Roberto Cantoral que se intitula precisamente así: El preso número nueve. Aquel primer día de marzo de 1981, el número ‘9’ del Barça, hombre muy cabal, quedaba preso. Y no en un área de pasto de 16.50 metros, delimitada con líneas de cal, de esas en las que los centros delanteros son muy felices.
Los motivos del secuestro —que nunca razones— se podía especular que eran de índole política dada la coyuntura: el 23 de febrero, recién una semana antes del secuestro de Quini, el secuestrado fue el Congreso de los Diputados.
El teniente coronel Antonio Tejero- «Quieto to’ el mundo»- y un gripo de guardiaciviles empistolados, nostálgicos del franquismo aguijoneados por algunos de sus superiories que buscaban a la desesperada la restaruación de la dictadura, reventaron la sesión parlamentaria en la que se votaba la designación de Leopoldo Calvo Sotelo como sucesor de Adolfo Suárez en la jefatura del gobierno español, primer golpe de estado, quizá el único, filmado para la televisión y retransmitido casi de inmediato a todo el planeta. Una historia de apenas 18 horas, minúscula pero decisiva —como la calificó Javier Cercas en su libro Anatomía de un instante— en la que estuvo en suspenso, en serio predicamento, la transición española a la democracia.
Los secuestros eran cosa normal en la España de aquel 1981. El 13 de enero había sido secuestrado por la organización Euskadi ta Askatasuna (Euskadi y Libertad, por sus siglas ETA) Luis Suñer Sanchís, industrial valenciano del cartón bajo cuyo mecenazgo se construyó el estadio donde hasta la fecha juega sus partidos de Cuarta División la Unión Deportiva Alzira, recinto que desde su inauguración en 1973 lleva el nombre del hijo del empresario, Luis Suñer y Picó, fallecido a los 21 años el 15 de enero de 1964. Cuando Quini fue secuestrado, Suñer Sanchís seguía en cautiverio: fue liberado hasta el 13 de abril a cambio de 341 millones de pesetas.
Otro secuestrado en enero de 1981, José María Ryan, ingeniero en jefe de la planta nuclear de la localidad vizcaína de Lemóniz, fue asesinado por ETA en febrero al no cumplirse la condición impuesta, consistente en demoler el complejo, de mil toneladas de hierro y 200 mil metros cúbicos de hormigón armado, en el lapso de una semana.
Pero el lunes 2 de marzo de 1981, día siguiente al del partido contra el Hércules, a las pocas horas de que el coche de su marido apareció abandonado afuera de un mercado, Mari Nieves recibe una carta, cuya autenticidad reconoce por su grafía, que desmiente probables motivaciones políticas de los secuestradores, quienes no reivindican el secuestro a nombre de ETA ni de alguna otra organización pero sí exigen el pago de 100 millones de pesetas. Y un día después, martes 3, a través de una llamada telefónica a la casa de los Castro dejan en claro de dónde quieren que salgan los fondos: de las arcas del FC Barcelona, entidad que por el fichaje de Quini había erogado el verano anterior alrededor de 80 millones.
Para mandar una prueba de que lo mantenían con vida, los secuestradores obligaron a Quini a leer un mensaje en voz alta frente a una grabadora. Acto seguido dieron instrucciones para que el casete con la grabación fuera recogido en el interior del baño de un establecimiento que todavía existe, el Bowling Pedralbes, frente a las oficinas que entonces tenía el FC Barcelona sobre la avenida del Doctor Marañón. Para ir por la cinta alzaron la mano un compañero de Quini en la plantilla barcelonista y un trabajador del club: el defensor vizcaíno José Ramón Alexanco y el responsable de relaciones públicas Óscar Segura. A la hora de decidir quién de los dos habría de entrar al boliche, Segura buscaba disuadir al líbero bajo el argumento de que éste tenía esposa y un hijo, mientras que el publirrelacionista era soltero.
Segura se convertiría al paso de los años en un famoso asesor de futbolistas, mientras que Alexanco desde los años noventa es el jefe de futbol formativo del FC Barcelona. Es el responsable de haber incorporado en 1995 a Carles Puyol a La Masía —las instalaciones de la cantera barcelonista desde 1979—y también de llevar al mexicano Rafael Márquez a dirigir al Barcelona Atlètic en 2022. Como capitán, con 36 años y casi 400 partidos oficiales —en una época en que en España la capitanía le correspondía al jugador de más antigüedad en cada club, fuera o no titular— Alexanco habría de levantar en el palco de Wembley la primera orejona en la historia blaugrana el 20 de mayo de 1992.
Quini y Alexanco recién se habían incorporado al FC Barcelona al inicio del torneo 1980-1981, el primero proveniente del Sporting de Gijón y el segundo del Athletic de Bilbao. Era una amistad reciente, pero muy intensa, como tantas que Quini cosechó. Hasta Maradona cuenta en su autobiografía que lo invitaba a comer asados en la casa que el argentino habitó en Pedralbes durante los dos años (1982-1984) que jugó en el Barcelona. Porque Quini siempre se hizo querer de inmediato por sus coequiperos en todos los planteles que integró. En entrevista con FutboLeo.net, el mexicano Luis Flores recuerda el tiempo en que compartió vestidor con el también apodado “Brujo”, único futbolista que ha ganado el trofeo pichichi en las divisiones Tercera, Segunda y Primera del futbol español. Tras su destacada actuación en el mundial México 86 con la selección mexicana, “Lucho” Flores, atacante surgido de los Pumas de la UNAM, fue contratado por el Sporting de Gijón de cara a la temporada 1986-87, la que el Brujo Quini eligió para retirarse de las canchas vestido de sportinguista. Llevado nada menos que para suceder en el puesto de ariete al máximo ídolo de La Mareona —como se le conoce al colectivo de aficionados del Sporting— Flores se remite a esa edición de la Liga en la que trabó amistad con Quini, la de mejor rendimiento de los rojiblancos en toda su historia al finalizar en el cuarto lugar de la tabla general, posición que, de haber estado vigentes en aquel tiempo las reglas actuales de la UEFA, les habría dado el pase a la Champions League.
“Hablar de Quini es hablar de lo mejor del futbol español, de todas las épocas ¿eh? El mejor jugador asturiano. Siempre lo he dicho: un gran jugador, en todos los sentidos. Muy competitivo, muy bien dotado físicamente, y goleador, goleador nato. De lo que yo pueda decir [de Quini] me voy a quedar muy corto. Tuve la bendición de conocerlo un año nada más, y en ese año me mostró que era un gran jugador, y mejor persona. Eso te lo puede decir cualquier asturiano”, sentencia Flores a más de siete lustros de distancia de sus primeras prácticas junto a Quini en la cancha de El Mareo, donde se entrenaba el Primer Equipo del Sporting, grama entonces tan maltrecha que el entrenador balcánico Branko Zebek, cuando llegó al equipo años atrás, en 1973, renunció, horrorizado, de sólo verla, esa misma en la que hoy, bastante mejorada, se forman los guajes, los prospectos sportinguistas, lo que alguna vez fueron, entre otros, el actual entrenador nacional español, Luis Enrique, y el que lleva lo guaje en el mote: David Villa, máximo anotador histórico de la selección española, el español que más goles ha marcado en mundiales, campeón de goleo en la Euro 2008 y segundo en la tabla de anotadores del mundial de Sudáfrica 2010.
“Imagínate el peso futbolístico de yo ser titular y tener en la banca a Enrique Castro Quini. No lo podía creer. Pero eran circunstancias de la vida, porque él quería retirarse con su equipo, y así lo hizo, con el equipo de sus amores: el Sporting de Gijón”, dice Flores, en tono más abrumado que jactancioso. Quini, que para el torneo siguiente habría de convertirse en secretario técnico del club, jamás tuvo malas actitudes hacia el mexicano por el hecho de verse relegado a la condición de suplente: “No se me olvida verlo ahí siempre sumando, siempre apoyando, con el técnico que era José Manuel Novoa”, evoca Flores al tiempo que subraya los rasgos más encomiables de quien se encaramaba al sitial de leyenda del equipo gijonés: “Muy solidario con todo el grupo, un tipo divertido, un tipo agradable, un tipo sociable. Como compañero, me tocó vivirlo: el mejor”.
A “Lucho” Flores, de sólo abrirle un pequeño resquicio a la memoria le brota de inmediato la gratitud: “Yo llegué al Sporting de Gijón y el primero que me acogió y me dio palabras de aliento y mucha confianza fue Enrique Castro. Una cosa impresionante. Su hermano, el portero [Jesús Castro], también, pero en menor escala”. El autor de goles clave para que México obtuviera la calificación a Estados Unidos 94 conserva un obsequio de Quini:
Allá [En España] el ‘9’ es el ‘9’, es el titular, no hay de que te pones el ‘400’ o el ciento veintitantos, allá el ‘9’ es el centro delantero y es el que hace goles. En alguna ocasión, él [Quini] inició un partido en la pretemporada. Creo que fue en Cádiz. Ganamos. Terminando el partido me dijo: ‘Lucho, esta playera es para ti’. Y me regaló la ‘9’. Todavía la tengo aquí, la guardo con mucho cariño porque me la regaló él. Tuve la estupidez de que no se me ocurrió decirle ‘fírmamela’, o ‘dedícamela’. Nunca lo pensé. Esa playera la guardo con mucho, mucho cariño. Sé el personaje que me la entregó.
A través de sucesivas llamadas telefónicas los secuestradores dieron la indicación de que el pago del dinero se hiciera en Girona, a donde acudieron Mari Nieves, Alexanco, Segura y un hermano de Quini ya mencionado por Luis Flores en estas líneas: el portero Jesús Castro, que entonces jugaba para el Sporting de Gijón, único equipo en su carrera, con el que disputó 449 partidos a lo largo de 18 temporadas, quien ya retirado del futbol perdió la vida a los 42 años el 26 de julio de 1993 en la playa El Pechón, en la costa cantábrica de Amió, luego de lanzarse al mar para salvar la vida de tres turistas ingleses: dos niños, de 7 y 9 años, y su padre. Los visitantes británicos sobrevivieron. Jesús, el guardameta devenido en guardavidas, no.
Nada más llegar a Girona, el cuarteto debía esperar una nueva llamada, que llegaría a la recepción de un hotel céntrico —no confundirlo con otro ubicado a las afueras, mucho más moderno, que albergó la última concentración de la selección mexicana antes de viajar al mundial de Qatar— en el que se les comunicó que ella debía cruzar sola la frontera francesa para llevar los billetes a Perpignan. La operación de entrega del efectivo en territorio francés no prosperó por falta de documentación migratoria de Mari Nieves, por lo cual los secuestradores optaron por una alternativa que finalmente habría de conducir tanto a su detención como a la liberación de Quini. Presuponiendo erróneamente que el secreto bancario tendería un velo sobre sus identidades, exigieron que el monto del rescate se depositara en un banco suizo.
Desde la primera llamada al domicilio de Quini —que, como todas, fue grabada por la policía— un desliz del secuestrador que telefoneó dio la pista de que no se trataba de una banda experimentada, profesional. El empresario hotelero Joan Gaspart, entonces vicepresidente blaugrana, fue quien se puso al auricular. El postrero mandamás culé —lo fue de mediados de 2000 a principios de 2003— escuchó desde el otro lado de la línea que los captores estaban dispuestos a mandarle, como prueba de que Quini seguía vivo, “un dedo, una oreja, o se lo enviamos por ‘trocicos’”. En cuanto escucharon ese localismo, “trocicos”, los policías que resguardaban la casa familiar de Quini conjeturaron: “El ‘ico’ lo suelen emplear en Aragón. Este tío puede ser, perfectamente, maño”. O sea, de Zaragoza.
La hipótesis habría de confirmarse. Luego de que uno de los secuestradores abriera una cuenta bancaria en Credit Suisse a nombre de un inexistente Pierre Petit, la ingenua pretensión de ocultarse detrás de una pantalla tan elemental se vio frustrada una vez que las autoridades suizas informaron a las españolas quién era el verdadero beneficiario: Fernando Martín Pellejero Brun, un zaragozano treintañero, casado, de oficio mecánico electricista.
No sé si Quini era lector o no, y menos puedo saber si antes de su secuestro había leído la última novela que escribió Stefan Zweig antes de que se suicidara en Brasil, huyendo del nazismo, junto con su esposa Lotte Altmann el 23 de febrero de 1943. Pero lo cierto es que Quini, para driblar a la locura, se valió del mismo recurso que utilizó el señor B., el protagonista de la tan breve como extraordinaria Novela de ajedrez del escritor vienés. Porque Quini, al igual que el señor B., en su encierro se puso a jugar en solitario con las torres, los peones, los caballos. “Sólo así podía olvidarme un poco de la tragedia que vivía”, escribe Quini en su libro. En la ficción de Zweig idear jugadas de ajedrez fue lo que mantuvo cuerdo al señor B. En cambio, tengo para mí que por más que tuviera al alcance un tablero cuadriculado y las 32 piezas de ajedrez, lejos de vislumbrar jaques, enroques o mates a la descubierta, durante los largos 25 días de su secuestro lo que Quini imaginó fueron goles. Muchos goles.
Porque una vez liberado, Quini habría de anotarlos todos. Uno detrás de otro, hasta contabilizar 101 para la causa barcelonista en 181 partidos (10 de los cuales fueron seleccionados´ por el club catalán como sus goles top y los puedes ver aquí) . Acumuló un total de 219 en todos los torneos de Liga que disputó, entre los que destaca uno que le hizo con el Sporting al Rayo Vallecano en 1979: un auténtico Van Basten, sólo que facturado nueve años antes del más célebre tanto del neerlandés, el cual además, fue en la final de la Euro de 1998.
Después de hacer un llamamiento a favor de la excarcelación de sus secuestradores, de otorgarles el perdón, de rechazar una indemnización económica de cinco millones y hasta de pedirle a Manuel Vázquez Montalbán que en el prólogo a su libro sobre el secuestro “no se meta demasiado con los secuestradores” porque “no eran mala gente”, Quini fue otra vez libre de hacer lo que hizo siempre: sacudir las redes.
Quini terminó ganando el trofeo pichichi la temporada de su secuestro y también el siguiente torneo, erigiéndose así, durante tres años consecutivos, en indiscutido líder de los goleadores del futbol español, no obstante lo cual, por una de esas decisiones incomprensibles que a veces toman los entrenadores, el hispano-uruguayo José Santamaría solamente alineó a Quini como titular en uno de los cuatro partidos que España jugó en su mundial, y en dos más lo ingresó de cambio, al salvamento, a sacar las castañas del fuego, cuando la adversidad ya se había cernido sobre La Roja, que se despidió del torneo demasiado pronto (pasó con muchas complicaciones la primera fase y en la segunda empató con Inglaterra y cayó ante Alemania) en contraste con las expectativas generadas por la localía y por la valía de grandes jugadores con los que contaba. Como Quini.
Sobrevivió 37 años a su secuestro. Murió en Gijón por un infarto el 27 de febrero de 2018, a seis meses de cumplir 70 años. Desde el día siguiente, El Molinón, la casa del Sporting, el estadio español más antiguo destinado al futbol profesional, por decisión unánime del ayuntamiento gijonés modificó su nombre a Estadio Municipal El Molinón-Enrique Castro Quini.
Por Farid Barquet Climent
*Primero publicado en futboleo.net el 19 de noviembre del 2022. Igual, en esa versión pueden encontrar las fuentes detrás de este ensayo.