No es fácil ir por la vida siendo Daniel Alberto Passarella. Su brillo en el campo no conoció de medianías. Ganador nato y competidor de estirpe, tras colgar lo botines sabía que su destino no podía estar lejos del futbol. Primero en los banquillos y luego a nivel dirigencial, convivió con la polémica un día sí y otro también.
Pasajes que van desde negar la convocatoria a jugadores con cabello largo, hasta acusaciones formales por defraudación, eclipsaron el fulgor que supo repartir en los engramados verdes. Sin pretender separar al autor de la obra, bien vale la pena recordar cuáles fueron los senderos recorridos por El Kaiser.
La teoría de Sigmund Freud es ampliamente aceptada: los sueños son reflejo del subconsciente. Aquellos deseos reprimidos se muestran liberados en las profundidades del descanso. Passarella no tuvo ningún rubor en dar a conocer los suyos: “Mire, yo siempre sueño con dos cosas. Es decir, quiero dos cosas: salir campeón con River y después con la selección. Y muchas veces se me aparecen en sueños los dos partidos finales. Son sueños de pibe”, contó para la mítica revista El Gráfico en 1974, un año después de su debut profesional con Sarmiento de Junín.
A la distancia, aquellos sueños, más que deseos reprimidos, fueron premoniciones. Pero antes de convertirse en El Gran Capitán, Passarella se negó a vestir la camiseta de Argentina. Sucedió en 1973, cuando el seleccionado de Enrique Sívori realizaba una gira y debía jugar contra Sarmiento de Junín. Un defensa nacional se lesionó, por lo que el entrenador albiceleste vio como opción que Daniel Alberto jugara con ellos. Sin embargo, el juvenil de 20 años se negó. “Si jugaba bien, iban a decir que fue porque estuve con los jugadores de la selección”, justificó años más tarde.
Con 134 goles, se ubica como el segundo defensa con más tantos de la historia, solo por detrás de Ronald Koeman. Su instinto ofensivo era natural. En sus comienzos, en la sexta división, jugó como enganche. La gambeta era infaltable en su repertorio. “Me gustaba jugar arriba, pisarla, meter caños, gambetear. Siempre admiré a los jugadores habilidosos”. Su ídolo era Ángel Clemente Rojas, Rojitas, talentoso futbolista de Boca Juniors durante la década de los 60.
Y fue precisamente el equipo xeneize su primer amor. Raúl tucumano Hernández, vieja gloria de River Plate, le preguntó en qué equipo quería jugar. “Usted está para elegir”, le dijo. Passarella escogió a Boca, guiado por el niño que fue. Ni siquiera le permitieron probarse. El argumento: ya tenían muchos defensas y necesitaban gente arriba. Sin tiempo para lamentos, se probó con el máximo rival. Nadie lo sabía entonces, pero aquel día El Millonario le abrió las puertas al único hombre en la historia de la institución que ha sido jugador, director técnico y presidente.
Reconvertido en defensa a partir de la cuarta división, no traicionó sus pasiones. La fortaleza física le permitía ganar balones por arriba y por abajo, en un alarde constante de templanza y precisión. Pero cuando tenía el balón en los pies, el enganche reprimido que llevaba en el alma lo hacía tratar al balón con finura y colocar pases entre líneas que matarían de envidia a cualquier lírico del mediocampo. Su talento no podía ser ignorado por el ojo clínico de César Luis Menotti, seleccionador nacional. Sin ser titular indiscutible en River Plate, El Flaco lo convocó para vestir la albiceleste.
La primera parte de su sueño manifiesto se cumplió en 1975. River rompió una racha de 17 años sin salir campeón: ganó el Campeonato Metropolitano y el Campeonato Nacional. A Passarella ningún deseo reprimido le resultaba imposible. Ese mismo año, salió campeón por primera vez con la selección juvenil de Argentina en el Torneo Esperanzas de Toulon, al lado de jugadores como Jorge Valdano y su posterior amigo fraterno Américo Gallego. Con 22 años, el prólogo era inmejorable.
Para 1978, Argentina era la única potencia sudamericana que todavía no conquistaba la Copa del Mundo. A 200 metros del Estadio Monumental, la Junta Militar torturaba y asesinaba a los disidentes. “Teníamos que darle una alegría a la gente; no sabíamos lo que pasaba fuera”, ha declarado Passarella, capitán de aquella escuadra. En medio de las sospechas que suscitó el partido contra Perú, Argentina se instaló en la final para medirse a Holanda. Los galopes de Mario Kempes definieron esa final en favor de los pamperos.
El Gran Capitán, como lo bautizó Víctor Hugo Morales, levantó la Copa por todo lo alto y, aunque la recibió de manos del dictador Rafael Videla, su victoria también era la victoria de un pueblo oprimido. Cuatro años antes, había descrito su sueño de ser campeón del mundo de la siguiente manera: «Es una cancha que no puedo saber bien cuál es. No se parece a ninguna. Es impresionante, redonda, repleta de gente. De pronto aparezco yo por un túnel». Passarella no era solo un profeta de su propio destino; ahora, lo era del destino colectivo, porque, en efecto, la cancha del Monumental no se parecía a ninguna otra.
Te puede interesar: Copa Mundial del 78: fiesta y terror
Después de coronarse en casa, jugó cuatro años más para River, en los que ganó cinco títulos más. El mejor futbol del mundo no podía privarse de un jugador de tamaña categoría. Así, la Fiorentina lo fichó por 2.5 millones de euros para jugar en el Calcio. Su elegancia para tratar el balón y los potentes zurdazos para cobrar tiros libres quedaron marcados en los lienzos italianos. Como colofón a su andar europeo, disputó dos temporadas en el Inter de Milán.
Dueño de una autoestima grande, Passarella no se achicaba ante nadie. Ese ímpetu le llevó a pelearse con estrellas de su misma constelación, como Diego Armando Maradona. Acabado el mundial de España, en el que Argentina tuvo una actuación decepcionante, el nuevo entrenador, Carlos Bilardo, decidió darle la capitanía al pelusa. Aunque ambos han expresado que no fue ese el motivo de su reyerta personal, lo cierto es que en el mundial de México los dos astros no se dirigían la palabra. “Es difícil jugar con Bilardo teniendo a Menotti en la cabeza”, llegó a decir el zaguero.
Passarella formó parte del equipo campeón en México, pero no jugó un solo partido. Una infección intestinal le impidió ver acción en suelo azteca. El hecho, sin embargo, es claro: no hay otro argentino campeón del mundo en dos ocasiones. “En Argentina hay 44 medallas para 43 jugadores”. Años después, entre sus infinitas peleas, ya como técnico de River, encaró y se lió a puñetazos con un barra brava que, además de increpar al equipo, quería cobrar dinero a los futbolistas. Un capitán nunca deja de serlo.
Para redondear su periplo no había otro lugar. Volvió a River Plate para retirarse. Era el fin del primer capítulo de la trilogía. Como director técnico y como dirigente, su hoja de ruta apenas comenzaba a trazarse. El zaguero que jugaba con la elegancia de un diez se dio el placer de convertir sus deseos reprimidos en triunfos tangibles. Y luego, hizo de la victoria una rutina. Campeón con River y campeón con Argentina, el inconsciente le decía que debía gambetear. Daniel Alberto soñó. Era él, en una cancha desconocida, al fondo de un túnel. Se vio a sí mismo a través del destino.
Te puede interesar: La Guerra de las Malvinas y dos goles por el orgullo
Por: Omar Peralta / @OmarPeraltaH