Roberto Baggio acomoda el balón en el punto penal. Es su segundo Mundial y llega como genio y figura. Para este momento ya no es más la joven promesa de cuatro años atrás, cuando tuvo que ver cómo los jugadores de otra nación levantaba la copa en su casa. Lo más que consiguió con los suyos, en Italia 90, fue el tercer sitio que sabe a poco. Pero esta ocasión es distinta, es el ariete que embiste cualquier defensa. Su valía ya no se pone en duda y cualquier persona con la más mínima idea acerca del balompié, lo colocaría en su once titular.
Con el diez en la camiseta, ya tiene un saldo de 5 goles en su cuenta durante esta Copa del Mundo. Todos fundamentales para que el país de la bota llegase a aquella final. Pero desgraciadamente esta gracia goleadora no se hizo presente durante 120 minutos en el Estadio Rose Bowl. Los Estados Unidos eran una tierra ajena al futbol en aquellos días, así como el gol comenzaba a serlo en ese último partido. Ambas escuadras atacaron la meta rival, pero la pelota se negaba.
Los penales
Y entonces llegaron los penales. Él va al final, porque los de su estirpe son sinónimo de certeza. De sus botines pueden salir muchas cosas, pero los fallos son singularidades que raras veces hacen su aparición. Además, los 22 sobre el césped pertenecen a la realeza del balón. Hay personajes del calibre de Romário, Paolo Maldini o Bebeto. Sobre el papel, nadie debería fallar, puesto que son los hombres más capaces del mundo cuando de balones se trata.
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Baresi nos recuerda la mortandad de los presentes. Ser los mejores no los hace infalibles. Pero no deja de ser desconcertante. Y entonces hace acto de presencia esa ansiedad que se adelanta y predice lo que no conoce: el partido está perdido para Italia, el menor fallo en la tanda de penales es sinónimo de condena. Si te enfrentas a los mejores del mundo, no puedes cometer el menor desliz, porque ellos lo aprovecharán. Y no. Márcio Santos evita el cargo de conciencia sobre el célebre jugador del A. C. Milan: le han atajado su tiro. Dos tiros, dos fallos. El juego es tan tenso como desconcertante.
La vuelta al orden
Y entonces reinicia todo con la anotación de Demetrio Albertini. Las cosas vuelven a la normalidad: el balón en la red y arqueros que vuelan de manera estéril. Sin embargo el encanto dura poco, Daniele Massaro tira con tibieza y Claudio Taffarel se encarga de pasarle la factura. Para que el escenario sea apropiado, Dunga anota por los brasileños.
Qué lástima por los brasileños, seguramente la copa ya sería suya si no fuese porque Roberto Baggio es el siguiente tirador. Si algo sabe hacer el nacido en Vicenza, es mandar el balón al fondo de las redes en cualquier circunstancia. Coloca la bola en el punto penal, el diez sobre el pecho y el Rose Bowl en completo silencio, esperando el trámite de ver a Baggio anotar y saber cómo se va a desarrollar el resto de la historia. Y entonces el guión se tuerce. Il Divino ofrenda el balón a las gradas, renunciando al más ansiado título del balompié mundial. Tantos goles pasados y futuros no podrán sustituir la fatídica sequía de aquel día, en el que uno de los mejores goleadores de la historia de Italia falló la anotación más importante de todas.
Por Alberto Roman / @AlbertoRomanGar