“Los derrotados pierden por él
y los victoriosos ganan a pesar de él”
(Eduardo Galeano).
Matices sin fin se mezclan en el graderío, donde los fieles de la redonda sufren y gozan con el alma. Mientras tanto sus ojos no pierden detalle alguno de esa épica que se libra en el césped, donde 22 son los protagonistas que transpiran deseo por la victoria. Dentro de aquél folclor que desborda pasión aparece la figura de un hombre que pareciera desentonar por su uniforme color lúgubre –aunque en ocasiones intenta disimular entre tonalidades–, pareciera un verdugo o peor aún, que asiste a un funeral, al propio.
El ritual da inicio mucho antes que siquiera el balón comience a esbozar su andar en el campo. Nuestros sentidos reciben un bombardeo apabullante en cada espacio en que nos encontramos. Los cánticos hacen eco en ese camino que la multitud recorre rumbo al lugar sagrado: el estadio.
Entre rostros pintados y playeras de cada equipo, es que el graderío camaleónico se vuelve multicolor. El latir de corazones que escapan a través de las gargantas increpa el silencio hasta acabar con él. De pronto, el árbitro central entra a escena, acompañado de quienes le asistirán –o intentarán hacerlo–, detrás de ellos surgen los actores principales de una obra de la que se espera: drama, épica, fantasía, goles, aunque en ocasiones pareciera que los jugadores no se dan por enterado de ello y solo están ahí, corriendo y pateando el balón.
Ambas escuadras ya han tomado su posición en el campo cual piezas de ajedrez. La redonda se encuentra en el centro del universo, ante la mirada ansiosa de quienes toman una bocanada de silencio. En ese momento el juez central les da oxígeno al dar el silbatazo inicial, y sonidos yuxtapuestos llenan el aire.
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El futbol es un cosmos o algo aún más grande, donde sucede todo a la vez: juego, espectáculo, competencia, negocio, fiesta. Es un caos saturado de estímulos donde convergen apariencias y contradicciones. Y es a pesar de eso y contra eso, que el árbitro tratará e intentará sobrevivir para realizar su trabajo.
Incertidumbre total que durará 90 minutos más el descuento. Y ante lo imprevisible del caprichoso azar, será justamente el silbante quien sople los vientos de la fatalidad en conjunto con ademanes teatrales, que convulsionarán el presente y determinarán el futuro. Dictará el rumbo que habrá de tomar el destino de todos: equipos, jugadores, aficionados.
Todos analizarán, cuestionarán, apoyarán o reprocharán sus decisiones –o indecisiones–. Lo que pite y lo que no será por lo que le recuerden y se la recuerden. Sus aciertos serán menos evocados que cada error cometido, los cuales terminarán siendo puntualizados por memorias que no olvidarán en su epitafio.
Pero ¿por qué ser árbitro? La lógica dicta que a pesar de no tener las condiciones para tratar a la redonda, su amor por ella le ha llevado por ese camino, puede que también sea un loco enamorado de impartir justicia –o injusticia–, o bien, simplemente es un masoquista.
Al igual que los jugadores, él pisa el sagrado pasto en donde la Odisea y Epopeya, donde el gol es la trama principal. Pero a diferencia de los demás, él no corre para estar en la jugada sino cerca de ella. Cuando el balón le golpea una rechifla al unísono es la respuesta de quienes ven interrumpida la obra teatral llamada futbol.
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Se le exige que tenga cualidades dignas de una deidad. Omnipresente¸ para poder estar en cada jugada en el momento preciso y exacto, a pesar de lo vertiginoso del partido. Omnisciente; para que sin dudar pueda marcar la falta que todos vieron menos él; pretenden que no invente penales sacados de la chistera o bien; que se dé cuenta que el jugador que cayó fusilado después de una entrada tan solo demuestra su poca habilidad histriónica. Cuando el juez central determina que la falta cometida merece más la tarjeta ruborizada que la amarilla y deja con uno menos al equipo de tantos, todos injurian a aquella que le parió, de una manera tal que, parecieran haber creado un nuevo idioma.
A diferencia de los jugadores, cuando un silbante hace bien su trabajo, pasa desapercibido “El árbitro llevó tan bien el partido que ni se notó que estuvo ahí”, replican los comentaristas. El protagonismo es la antítesis de lo que debe ser el juez central.
El silbatazo final llega porque él ha determinado que así sea. Unos gritan extasiados por la victoria, otros más exacerbados buscan castigar a alguien por lo que no pudieron hacer los jugadores, y qué mejor que señalar al árbitro. Quien se vuelve atemporal, pues minutos, horas y días después de haber concluido el juego, su nombre y trabajo siguen siendo tema de conversación. Ante lo que se dejó de hacer en el campo, la justificación y búsqueda de culpables resulta la mejor solución para muchos.
“El capricho más arraigado del futbol consiste en pedirle objetividad al árbitro y valorarlo con subjetividad “(Juan Villoro).
Mártir y villano, es así como oscila este personaje digno de una tragedia griega. Este suplicio por correr tras un balón que nunca tendrá nos hace suponer que realmente ama el futbol. Lo irónico de su oficio es que sin él no habría juego, y al final todos le necesitan. Y este masoquista lo sabe, por eso se renta para sufrir