El cielo se caía a pedazos. ¿Qué le había dicho Sepp Herberger a ese periodista?: «Si el domingo hace sol, los húngaros serán campeones. Si llueve, es ideal para Fritz…«. El capitán de la selección se había sentado al lado del director técnico en el camión de ida al estadio y Sepp le había dicho:
– El tiempo que a usted le gusta, Fritz.
– Nada que objetar, Jefe- le contestó el jugador.
Habían llegado, contra todo pronóstico, a la final del Mundial de Suiza 1954. Después de la guerra y de estar vetados en el Mundial del 50, tenían una oportunidad para restaurar el honor perdido. Sin embargo, enfrente tenían a los poderosos magiares, que los aplanaron en el segundo partido del Mundial, 8 goles a 3. La Hungría de Czibor, Kocsis y Puskás llevaba 4 años invicta y era sin duda, la mejor del mundo. Así lo sabía Sepp Herberger. Pero también sabía que, con el planteamiento adecuado, se podía ganar el partido. Y la lluvia…
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El partido comenzó y 6 minutos después ya estaban 1-0, cortesía de Puskás. Dos minutos después, Czibor ponía el partido 2-0. Herberger sabía que muy probablemente en Alemania la gente empezaba a ver los fantasmas de la derrota y la vergüenza acercarse. Pero mientras el agua le escurría por la cara, El Jefe Herberger veía a sus jugadores y sabía que sus palabras y sus tácticas habían calado hondo en ellos. El partido dura 90 minutos… todavía faltaban 70 más cuando Morlock y Rahn lo empataron.
Aquí era donde la estrategia que tenía el veterano entrenador alemán iba a ponerse a prueba. Marcas personales sobre un disminuido Puskás -que venía saliendo de una lesión- sobre Hidegkuti y Kocsis, así como una línea de contención en media cancha para evitar las diagonales entre Puskás y Czibor.
La lluvia caía y el partido era una lucha de poder a poder. Los magiares eran superiores, pero Alemania tenía el clima, la cancha y el corazón de su lado. Los innovadores zapatos de Adi Dassler con tachones intercambiables les daban una ligera ventaja.
Al minuto 84, Helmut Rahn tomó la pelota a las afueras del área. Picó al centro dejando al jugador que llegaba a la marca, y antes de que se le cerrara el espacio, sacó un zurdazo que venció al portero Grosics. El usualmente tranquilo Sepp Herberger esta vez no pudo contener la emoción.
Era un milagro. Un auténtico milagro. Alemania iba a levantar la Copa del Mundo contra la mejor Selección del momento. No iba a cambiar la destrucción, los muertos, la vergüenza ni las divisiones. Pero, tal vez, con esto empezaba el camino de la resurrección…
Por: Redacción