Fue un niño demasiado travieso. De los cuatro a los diez años, Pablo era incontrolable. Con nada podía estarse tranquilo. Por mucho que los maestros lo castigaban en el colegio obligándolo a extender los brazos y permanecer de pie bajo el sol durante los recreos, su energía no disminuía. Tampoco en casa bajaba. Era batería pura.
Sus padres también se excedieron en castigos. Creían que encerrándolo en su recámara todo el fin de semana, o amarrándolo al árbol del jardín por una hora diaria, el niño iba a dejar de hacer travesuras. Fallaron con sus normas cavernícolas.
Quizá te puede interesar: Historias del llano con Elías Leonardo
Entre un sinfín de juegos, a Pablo le gustaba principalmente luchar contra monstruos imaginarios. Sintiéndose salvador del planeta, se subía a la azotea para saltar hacia una enorme rama de la que se sostenía hasta que el cuerpo no aguantaba y caía al pasto porque lo había atacado una especie galáctica con tentáculos. Varias veces terminó en el hospital con el brazo roto o las piernas lastimadas, pero nunca se quejó de eso. Siempre se esforzó en recuperarse para continuar sus combates con los monstruosos enemigos.
Fue precisamente en una clínica, justo cuando cumplió los once años, donde Pablo se topó con la persona que le cambió la vida, el Caireles Padilla. El legendario jugador de cabello rizado del Atlético Tepoztlán, quien además fue el primer futbolista profesional mexicano en retar la moral de antaño tatuándose los brazos, que se los besaba para festejar los goles, tuvo todo que ver en esta historia.
Contra América sufrió una fractura terrible. Tuvo que ser operado de inmediato. Su compañero de cuarto fue Pablo, que recién había sido sometido a una cirugía por ruptura de meniscos tras aventarse del segundo piso de la casa para alcanzar a un malévolo tiburón con alas de cóndor que quería robarse sus juguetes.
-Pablo, si me recupero y me llaman para jugar la Copa del Mundo, me tatúo tu cara y mi nombre en la pierna amolada.
-¡¿En serio?!
-Te lo juro. Pero prométeme que irás al estadio a echarme porras.
-¡Te lo prometo!
Desde ese momento ya no hubo criaturas imaginarias para luchar. El futbol sustituyó la imaginación de efectos temerarios por una realidad que le permitió a Pablo soñar despierto. Y en esos sueños depositó toda su energía.
Pablo cumplió su promesa de ir al estadio para alentar al Caireles. Gritó, gritó y gritó hasta que Padilla regresó al nivel que lo llevó a ser convocado para representar a México en el Mundial. El futbolista, hombre de palabra, hizo válido su juramento: se tatuó nombre y cara del niño que le enseñó a derrotar monstruos con base en la imaginación; su adultez, segundos antes de entrar al quirófano, lo orilló a sugestionarse con el retiro.
Cuando Caireles anotó el golazo contra Checoslovaquia en octavos de final, la prensa se enfocó en el tatuaje, al que le inventaron una variedad de orígenes disparatados sobre su significado: un hijo muerto, una ofensa directa hacia federativos, una ocurrencia de borrachera. Solamente Pablo sabía y sabe la verdad. Bueno, ya no.
Pablo padece Alzheimer a sus 75 años de edad. Padilla murió hace 30 años sin haber explicado quién era el chico tatuaje.
Lee más: El tractor que hizo héroe a un rábano (pero a nadie le importó)
Es Iker, nieto de Pablo, el encargado de mantener vigente dicha historia que su abuelo rogó al cielo ser lo último en perder como recuerdo. Hoy no tiene memoria el viejo, ha vuelto a ser un niño que imagina, salvo por la diferencia de que lo hace en un cuerpo sin fuerza, deteriorado.
Cada ocho días, Iker visita al anciano para narrarle de distintas formas este episodio. Es su manera de querer ayudarle a no extraviar un tesoro invaluable. Asimismo, se encarga de bañarlo, afeitarlo y vestirlo. Ama a ese hombre, le duele. Verlo en decadencia, resignándose al entierro de la lucidez, le hiere. Y, sin embargo, se motiva.
¿Vieron que Iker es el portero sensación del momento porque estableció récord de sumar 45 partidos consecutivos sin recibir gol? Al fin y al cabo futbolista, él declara a los medios que es gracias a sus compañeros, a un trabajo de equipo. Ya en el vestuario, alejándose a un rincón, besa los dos tatuajes que tiene en los brazos, uno en cada extremidad. Se trata de Padilla y Pablo, personajes de una historia que decidió escribir en la piel para vencer al Alzheimer, al olvido.
Lo que Iker desconoce es que cuando ataja un tiro a gol, Pablo grita en su soledad. Vayan ustedes a saber por qué, pero grita sintiéndose en un estadio cuando su nieto se viste de héroe en una cancha.
Por: Elías Leonardo / @jeryfletcher