Así tal cual se presagió en las viejas leyendas mexicas, allá por el oriente de la gran Tenochtitlan se levantó un asentamiento urbano hace ya algunas primaveras. El salitre de aquel gran lago salado
que se secó dejó un suelo inestable y una sociedad que empezó a mudarse desde muchas partes de la República, el común denominador de aquella sociedad fue la búsqueda de vivienda, de trabajo y de progreso.
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En su afán de mejorar las condiciones de vida, alguien, no sé quien, llevó también un balón de futbol y de pronto empezó a jugar con los amigos, en el nuevo barrio, entre calles llenas de polvo apenas trazadas, donde el lodo se portaba inmisericorde con el peatón en época de lluvia, donde los nopales y los escasos árboles se resistían a la urbanización.
Entre todo ese contexto de pintorescas postales de aquel lugar, la gente comenzó a rumorar la existencia de una criatura, una bestia de colosal tamaño, de grandes cuernos y ojos temerarios, de fuerte respiración y que embestía tremendamente. Aquel extraño ser comenzó a cautivar a la Primera División mexicana en la época de los noventa de la mano de un turco que no era tan turco y de un piojo que podía repartir muchas patadas.
Decían que el único capaz de domar a ese portentoso y astado animal era un hombre de mirada sabia y de lento hablar, un hombre a quien le dicen “El Ojitos.” Así, aquella sociedad comenzó a olvidar a los viejos Coyotes de “Pata Bendita” y a aceptar a los Toros como parte del paisaje de aquella creciente y agitada sociedad al oriente de la gran ciudad.
Es que así era Ciudad Neza en los noventa, donde los niños jugaban en las calles portando un jersey color rojo con una abstracta figura bovina color blanco en la parte delantera. Así era la vida, tan sencilla, de banqueta a banqueta y de cuadra a cuadra, con la voz de “gola gana” como silbatazo final de aquellas felices jornadas. Infantes observados por las múltiples construcciones improvisadas de tabique blanco y bardas pintadas con nombres de políticos que prometían mucho.
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Es que aquella temporada de 1997 fue inolvidable, no había aficionado al futbol mexicano que no se sorprendiera con las locuras de los Toros Neza, de ver a Mohamed, Arangio, Pony, Memo Vázquez con una terrorífica máscara antes del juego y después barriendo el piso con el rival, jugando a fondo y sin guardarse nada.
Es que Neza era esa dualidad que te llevaba a jugar bien, bonito y ganar a pasar al otro extremo y ser goleado o mostrar carencias en la defensiva. Para su mala suerte, así fue aquella final en mayo de 1997 donde el partido de ida repartió un empate entre mexiquenses y rojiblancos. Salió muy caro no hacer pesar la condición de local y los muchachos del profesor Meza no sabían la hecatombe que vivirían en el Estadio Jalisco.
Aquello fue una masacre. Cual bestia en la arena de la plaza y al calor del sol los astados se defendieron 1, 2, 3, 4, 5, 6 veces sin resultado. El Toro había caído, había sido pasado por la espada de un “Gusano Nápoles” que salió inspirado aquella tarde. El Guadalajara y el Tuca Ferretti se habían llevado aquella copa a sus vitrinas. Al final de ese día solo quedó un trofeo de subcampeón para aquella rojiza y apasionada afición, un suspiro y un recuerdo que hace brillar los ojos en memoria de aquel gran equipo.
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Después llegó Bebeto y muchas promesas que no se cumplieron, malos manejos, el descenso, gestiones terribles, también hubo una final que se perdió vs La Piedad buscando ascender y un cambio en el escudo, transformando al toro blanco en una “N” con una pequeña cornamenta con vivos en rojo y después, lo peor que le puede pasar a un club; desaparecer, aunque ya antes había ocurrido.
A veces voy a Ciudad Neza, a veces mi camión recorre toda avenida Texcoco, ávido de pasaje que vaya al metro o rumbo al Parque del Pueblo, pero al final todo sigue igual, la gente se sigue levantando temprano para tomar la combi y llegar a Pantitlán para ir al trabajo, las campanillas de los recolectores de basura se escuchan a lo lejos, el Coyote hambriento de Sebastián observa orgulloso la tierra del Rey Poeta, a menudo camino por Av. Chimalhuacán o por Carmelo Pérez y puedo ver playeras rojas que solo viven de recuerdos.
La gente y el progreso no se puede detener, mucho menos en una zona que vive siempre del trabajo y en el vaivén de ir de aquí para allá. Son historias que no se olvidan, juglares que cantan y evocan aquellas batallas, en Chalco, Ecatepec, en Coacalco tal vez.
Cuentan que por las noches y en los días domingo de mucho sol, se puede pasar por el perímetro del Estadio Neza 86 y se puede escuchar el bramido de un toro que pide volver al lugar que merece y que nunca debió dejar.
Por: Carlos Silva / @SAGA0003