El plan en marcha
En apariencia todo estaba fríamente calculado. Se reunirían a la 1:45 de la madrugada en el parque de Las Cruces. Caminarían hacia la tienda en grupo simulando venir de una fiesta, fingiendo tener frío. Después de ver varias películas dedujeron que el atraco no les llevaría más de cinco minutos. Igualmente desistieron a usar pasamontañas o medias en la cabeza debido a que estorbarían.
Ronco y Pilingas se encargarían de vigilar las esquinas para echar aguas, uno en cada lado. Yoda abriría el candado, Mandrake levantaría y bajaría la cortina. Juancho y Jetas harían el trabajo sucio: agarrar los uniformes y guardarlos en las mochilas. Una vez consumado el robo cada quien huiría por su cuenta.
A las 2 de la madrugada el plan salía a la perfección. Llegaron a la tienda y no se toparon con nadie en la calle. Los 15 minutos de actuación gélida que implicaba el trayecto fueron un éxito ante la ausencia de público. Superada la primera prueba se dispusieron a ejecutar la segunda (no es obviedad, así lo discutieron en la planeación).
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“Una vez que hagamos lo primero vamos por lo siguiente”, dijo Juancho en la última, según él, junta. Ronco y Pilingas se fueron a su esquina correspondiente. Con una ganzúa, Yoda intentó abrir el candado pero no pudo: “Estoy muy nervioso, entiendan. Yo soy muy nervioso”. Mandrake también falló. Como su labor era levantar y bajar la cortina ensayó varias veces dicho ejercicio, tanto que no contemplaba otra encomienda que no fuera abrir y cerrar la cortina.
“Lo siento, no estoy preparado para algo más”, externó para disculparse. El tiempo transcurría y la hazaña anhelada de los cinco minutos se esfumaba. Debido a que no podía gritar, Juancho, asumiéndose como líder, apretaba los puños y se mordía los labios para contener el coraje.
-Jetas, tú eres el único cuerdo aquí. Por favor abre el maldito candado.
-¡Cómo crees! Yo no sé abrir candados.
A la distancia, preocupados por lo que veían, Ronco y Pilingas abandonaron sus puestos para sumarse a la angustia colectiva, a lo no trazado. “Yoda, no jodas. A Robert Mitchum no le daría miedo”, le recriminó Ronco con un susurro. “Pero yo no soy Robert Mitchum y él no era el que robaba una tienda en cinco minutos”, respondió Yoda.
Todo se iba por la borda. Juancho no podía creer que después de haber preparado el robo a detalle, Yoda lo echara a perder por sus nervios. No podía creer que los seis estuvieran padeciendo la estupidez, de verse como auténticos novatos por algo tan insignificante como un candado.
-No hay mañana. O lo hacemos hoy o lo hacemos hoy y hoy no es mañana ni ayer, es hoy.
-¿Y cómo fregados quieres que lo abramos? ¿De un balazo?
-¡¿Alguno trae pistola?!
-¡Por supuesto que no! No estaba en el plan, recuérdalo.
Acordándose de que guardó un martillo y un cincel en una de las mochilas, por si las moscas, Mandrake sacó las herramientas. “¿Tú estás idiota o qué? ¿Quieres despertar a los vecinos?”, lo regañó Juancho. Tras recordar a Robert Mitchum en Cabo de miedo, Yoda se armó de valor: “Era muy seguro de sí mismo para atormentar a Gregory Peck. Por Mitchum, gracias a sus fuerzas, podré. Muy seguro, era un hombre muy seguro él”. Y sí, pudo. En un abrir y cerrar de ojos abrió el candado. Claro, gracias a Mitchum.
-Órale, rápido, entremos por los uniformes.
Apelando al significado de su apodo, como todo un mago, Mandrake levantó la cortina sin ruido alguno; los ensayos bien habían valido la pena. Juancho y Jetas ingresaron al local. Sin entretenerse echaron playeras, shorts y calcetas a las mochilas; el botín ya estaba en sus manos. Nada más. Jetas quiso aprovechar para llevarse otras prendas que le agradaron, no obstante Juancho lo paró en seco: “Eso no, solamente los uniformes. El plan es el plan”.
Obtenido el objeto del deseo salieron del local. Extasiados por lo hecho, con la adrenalina recorriéndoles el cuerpo, se olvidaron de irse cada quien por su cuenta. Juntos, así como llegaron, emprendieron la marcha.
Minutos después
Ya sonó cuatro veces. Como su marido no se va a levantar a responder, ella lo hace. Justo suena el quinto ring cuando atiende la llamada. “Doña Rosa, sé que no son horas para ser inoportuno. Disculpe usted
pero en esta ocasión es oportuno que les moleste. ¡Acaban de robar su tienda! Avísele a don Alberto y dígale que ya di parte a la policía”.
Cuelga y despierta inmediatamente a su marido.
-Alberto, ¡acaban de robar la tienda! Llamó el señor Gómez para avisarnos. También ya le avisó a la policía.
Al escuchar la palabra “policía”, don Alberto se levanta de su cama con una rapidez contrastante al cansancio de sus años. Sin quitarse la bata que usa para dormir se pone una chamarra, coge las llaves de su coche y sale de la casa como alma que lleva el diablo.
Sintiéndose un joven con la premura de estrenar su automóvil nuevo le pisa al acelerador como no lo hacía desde que era soltero, cuando le gustaba manejar a alta velocidad para apantallar. Como no lo hacía desde que dejó de ser joven. Pasándose los altos de los semáforos y eligiendo la ruta más corta pide hacia sus adentros que no haya nada grave por lamentar.
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Algo o alguien ha escuchado su súplica. Derrapando las llantas se estaciona frente a su tienda y respira al percatarse de que no hay patrullas o ambulancias en el lugar. Agradece que el señor Gómez le tema tanto a la oscuridad y a la noche porque así no está de metiche para dar y cuestionar los pormenores del robo.
Al bajar de su coche ve la cortina perfectamente cerrada pero se sorprende al ver el candado movido, en una posición distinta. Ya quiere ponerse a reflexionar sobre ello cuando recuerda que trae prisa. Se dirige hacia su tienda y entra por la puerta trasera, misma que dejó abierta, o mejor dicho no le puso llave. Enciende la luz para ver qué falta, qué se robaron.
A primera vista detecta lo que se han llevado; el anaquél de los uniformes amarillos de fútbol, por los que tanto le preguntaron unos chicos durante casi dos semanas, está vacío. Una sirena se escucha. Como siempre, la policía se hace notar por su tardanza ante las emergencias. La patrulla se estaciona frente al coche de don Alberto y dos uniformados descienden de la unidad.
Don Alberto sale de la tienda y se dirige hacia ellos.
-¿Qué pasó don Beto? ¿Cuánto se llevaron?
-Buenas noches, oficial. Fíjese que no me robaron nada, todo fue una falsa alarma.
-¿Está usted seguro? El señor Gómez nos dijo que vio a unos tipos entrando al changarro.
-¿Cómo que los vio?
-Ya sabe como es el señor Gómez. Con su insomnio y su paranoia de que le puede salir un muerto no podía dormir y dice que se asomó por la ventana y vio a los tipos.
-Le repito, no me robaron nada. Seguro el señor Gómez ha pasado una mala noche.
-Bueno, ya que no hay delito que perseguir nos retiramos.
-Gracias por venir.
Los policías se van. Don Alberto hace lo propio. A diferencia de la carrera con que salió, regresa a casa manejando con tranquilidad. Respeta los semáforos y opta por la ruta más larga ya que tiene ganas de discutir en silencio consigo mismo, de reflexionar sobre lo que ha pasado. Se ríe, se carcajea solo. “Pendejos muchachos”, repite hasta que llega a casa.
Asustada, impaciente por saber qué aconteció, doña Rosa ya le espera en la puerta. De la impaciencia pasa al enojo cuando ve el rostro risueño y la actitud campante de su marido. “No es posible que estés así”. Para calmarla la toma de la cabeza y le da un beso en la frente. “No te preocupes, no pasó nada. Mejor te preparo un café y te cuento”. Entran a la casa y platican al respecto.
-¿Y de qué otra manera los iban a conseguir, Rosa?
-¡Pues comprándolos!
-¿Sabes? Quería ver hasta dónde eran capaces de llegar. Desde la primera vez que fueron a la tienda se les veía que necesitaban, que les urgía tener esos uniformes en especial. No sé, les habrá gustado el color o la marca. Así que les eché una manita.
Doña Rosa ya no sabe qué pensar, ya no entiende nada. Por un momento cree que su marido ya está a un paso de la locura, que la vejez no es para él. Le angustia saber que don Alberto puso en riesgo a esos chicos, que los arriesga a convertirse en delincuentes.
-Rosa, no digas barbaridades. Ya te dije, no pasó nada.
-Yo mejor me voy a dormir. Actúas como un viejo descerebrado, como un auténtico loco.
-Hay algo que todavía no logro entender.
-¿Qué?
-No le puse llave a la puerta trasera precisamente para que entraran sin problemas. Los muy tarados entraron por la puerta principal, ¡abrieron la cortina y la cerraron! Me di cuenta porque el candado apuntaba hacia la derecha cuando siempre lo dejo apuntando hacia la izquierda, ya sabes, mis supersticiones.
-Tú ya estás loco. Te espero en la cama.
-¿Te das cuenta qué tanto deseaban esos uniformes? Ah, y los muy brutos se olvidaron de algo…
Al día siguiente
Reunidos en casa de Mandrake, Juancho se dispone a repartir los uniformes. Los otros cinco integrantes del equipo también están presentes, aunque desconocen cómo se adquirieron. Colocándolos sobre el piso, Juancho reparte un atuendo a cada quien. Todos están contentos, salvo Yoda.
-¿Y ahora a ti qué te pasa?
-¿Acaso no se dan cuenta? Mírenlos bien.
Revisan los uniformes. No encuentran nada extraño en ellos. No están rotos ni sucios, las tallas son grandes. Nadie detecta algo fuera de lo normal. Solamente Yoda se ha dado cuenta.
-¿Qué tienen de malo?
-Nada, los uniformes no tienen nada de malo. Cuéntenlos bien. Son 11. Uno, dos, tres, cuatro; once. Son 11 uniformes exactos. Jetas repite el conteo hasta en cinco ocasiones. No hay duda, son 11.
-Son 11, justo los que necesitamos.
-No sean tontos. Falta mi uniforme.
Juancho, Madranke, Jetas, Ronco y Pilingas han entendido, se miran entre sí culpándose con los ojos por el error. Los otros cinco integrantes no tienen idea de lo que pasa. Juancho, que también se asume como el capitán del equipo, jala a Yoda hacia una esquina para hablar con él.
-¿Y por qué carajos no dijiste nada?
-¡Estaba nervioso! Además nunca lo platicamos en el plan.
-¿Y ahora qué hacemos?
-No sé.
Minutos después
Leyendo el periódico, don Alberto mata el tiempo ante la falta de clientela. Se ve interrumpido por la presencia de Yoda, que ha entrado a la tienda. Lo nota nervioso, torpe. Mientras el chico finge estar interesado en una sudadera (una sudadera para mujer), don Alberto repara en su rostro, ya lo había visto antes.
-¿En qué te puedo servir?
-Ho, ho, hola. ¿Cuánto cuesta la sudadera?
-Ah, con que eres un caballero consentidor. Debes querer mucho a tu novia para comprarle esa lindísima sudadera.
En lo que Yoda asimila su desliz al querer disimular, don Alberto se acerca a él mostrándole un suéter de portero color negro.
-Está bonito, ¿verdad?
-Sí, sí, está bonito.
-El negro siempre se me ha hecho un color elegante.
-¿Y cuánto cuesta?
Don Alberto coge de uno de los anaqueles un par de guantes. También se los muestra a Yoda, quien se olvida de los nervios y los contempla con veneración.
-En la compra del suéter, los guantes son gratis.
-¿Y cuánto cuesta el suéter?
-Déjame decirte que hoy es tu día, para ti tengo una oferta especial. En la compra de los guantes, el suéter es gratis.
-No tengo dinero.
Don Alberto ya lo sabe. Bajo dicho entendido le rebaja los guantes en un 50 por ciento de su valor real. Sufriendo por escuchar la ganga, una cantidad aún lejana para sus bolsillos, Yoda le pide de favor que no los venda, que se los aparte, que irá a conseguir dinero y no tardará en volver por ellos.
-Perfecto. Yo los guardo, no los pondré en venta.
Yoda sale de la tienda y corre hecho la milla hacia el parque de Las Cruces, donde ha de reunirse con Juancho, Pilingas, Jetas, Ronco y Mandrake para informar sobre el uniforme que se les olvidó. En tanto, don Alberto se cuestiona qué hará el chico para poder adquirir los guantes, y por ende el suéter. Presiente, intuye que volverá en la oscuridad y sin dinero de por medio.
Basándose en su intuición le dejará los guantes y el suéter recargados sobre la cortina. Seguramente Yoda y compañía trazarán un plan alterno a lo decidido por don Alberto. Habría que esperar a que caiga la noche, o mejor dicho la madrugada, para saber qué pasó con los guantes y el suéter de portero.
Por Elías Leonardo / @jeryfletcher