
Pachuca fichó a Kenedy de cara al Mundial de Clubes. Me acordé, casi por inercia, de
cuando monté un trivote invencible en Stamford Bridge: Marko Marín, Marco van Ginkel y
el mencionado caracolero brasileño. Lo ganamos todo: Premier League, FA Cup y
Champions League. Cada equipo que visitaba al Chelsea se llevaba de cuatro para arriba.
Kenedy era extremo, en realidad, pero me agradeció la reconversión a interior diestro que
lo llevó a ser inamovible, también, de la Selección de Brasil. Me enviaba correos
diciéndome que, aunque en un principio había dudado, cruzarse con un entrenador como yo
había sido lo mejor que le había sucedido.
Ya entrados en esto, podría contarles también de cómo Moussa Dembelé -el
artillero: aquel que tuvo alguna peripecia en el Lyon y otra más en el Atlético de Madrid-
rompió los récords de Alan Shearer en una época en la que todavía no llegaba Erling
Haaland al profesionalismo. Dembelé se convirtió en el mejor delantero del mundo en un
Newcastle que se proclamó bicampeón de liga, pero no consiguió repetir el éxito a nivel
continental: nos echó el Madrid dos veces. Kenedy, dicho sea de paso, estaba en el
banquillo. Era un multiverso; una dimensión paralela, una partida distinta. Acá no logró
convertirse en el artillero del Scratch ni tampoco disputó Mundiales. Lo cedí en algún
momento, me parece, a algún club de media tabla.
Una historia más: Kenedy en el Alavés. Ahora sí como extremo. Edgar Méndez,
aquel terco de paso por el Cruz Azul, al otro costado; Vincent Aboubakar arriba. Qué
hombre, Vincent Aboubakar; qué delantero. Te ibas al menú, le dabas la indicación de
siempre ganar la espalda y le tirabas cualquier lavadora al espacio. Hizo en aquel Alavés
ciertas cosas que solamente le vi al mejor Salvador Cabañas. Fallaba muchísimo en el mano
a mano, eso sí: nunca me ofrecieron más de diez millones de dólares por él y sorteamos
durante tres años el descenso por lo justo. Kenedy desarrolló un vínculo especial con la
afición de Mendizorroza: me gustaba imaginar a los niños virtuales, extraños muñones de
gráficas precarias, imitando una celebración que por dedazo le adjudiqué: simular que
tocaba la guitarra. Me gustaba pensar en él como un defensor de la música de antes; quizá
por eso procuraba pausar el ritmo, ralentizar el juego, cuando la pelota pasaba por sus pies.
Me gustaba pensarlo como un aficionado de Os Mutantes o de Os Paralamas do Sucesso.
¿Por qué Kenedy? No lo sé. Ni siquiera sé si alguna vez he visto un partido real
suyo. Jamás lo vi en directo, aunque me encantaría conocerlo para agradecerle las muchas
historias que me regaló en diversas ediciones del FIFA. Me gustaría contarle que le marcó
un gol importantísimo al Manchester City tras un desvío de Vincent Kompany. Me gustaría
recomendarle un corte de pelo que le quedaba francamente bien y le trajo la suerte
suficiente para marcarle al Real Madrid en pleno Bernabéu con la camiseta del Alavés.
Desearía decirle que alguna vez logró agenciarse el dorsal diez en el Chelsea.
Por Andrés Araujo