«Bruised muscles and broken bones,
Discordant strife and futile blows,
Lamed in old age, then crippled withal:
These are the beauties of foot-ball».
Verso Escocés Anónimo
Qué pinche escándalo. Apenas si había escrito la primera escena del segundo acto y ya no podía concentrarse por el ruido; ni siquiera para pensar en el diálogo. ¿Qué debe responderle el sirviente a su ama? Y eso que Bishopsgate era una parroquia bastante céntrica y para nada la más pobre de la capital. Cuando abrió la ventana para ventilar su apartamento mientras escribía su comedia, unas horas antes, le llamó la atención el ruido, pero no pensó que fuera a molestarlo tanto. A fin de cuentas, en Londres no existían las calles silenciosas: la población había crecido exponencialmente mientras la extensión de la ciudad permanecía igual a causa de los muros—era una colmena. Tampoco podía mudarse al campo: cruzar el puente diariamente para entrar a la ciudad hubiera sido muy poco práctico. Además, debía vivir cerca del teatro. No, había tenido que acostumbrarse a la ciudad y a sus habitantes; a sus ruidos cotidianos tan distintos de los de Stratford-Upon-Avon. Pero había sido londinense el tiempo suficiente como para saber que este escándalo no era parte de los saludos a gritos lejanos y a los insultos a gritos cercanos del barullo citadino cotidiano. Se oía más gente, más salvaje; una multitud, de hecho. Gritos más agresivos. Y más. Y más frecuentes. Una corriente sonora continua. Finalmente se rindió ante la curiosidad. Dejó la pluma en el tintero y se asomó por la ventana.
Confirmó sus sospechas: una horda agitada. Las cabezas de los sentados, los hincados, los parados, los recargados se movían de un lado al otro como en el tenis—pero no era tenis; el pasatiempo de las clases altas no se jugaba en la calle. Además, las cabezas se movían de manera más errática; no con el vaivén uniforme del deporte real. Antes de que apareciera el grupo nuclear de la horda ya había descifrado la causa del inusual escándalo—sólo una cosa provocaba gritos así: perseguían la vejiga inflada de un cerdo, un pequeño globo café que empezaba a pudrirse y estaba relleno de alguna semilla que le lo hacía sonar como sonaja y le otorgaba peso como para, lanzado con fuerza suficiente, romperte la nariz: era un juego de futbol.
Juego es un decir. En realidad era una masa heterogénea de personas—hombres y niños; mujeres y niñas—corriendo detrás de la pelota, misma que constantemente cambiaba de dirección, se atoraba y se detenía por la viscosidad de la superficie de la calle; una mezcla de lodo, excremento y detritus de toda procedencia. La preciada posesión de quien lograba alcanzarla duraba solamente un instante. Antes de decidir a dónde correr ya se la habían arrebatado a base de jalones o la había soltado a base de patadas, codazos y golpes. A saber quién perdía y quién ganaba, quién entraba, quién salía… unos aliados con otros, otros aliados con unos, contrincantes de otros más, todos en equipo, todos contra todos.
De niño, él también había jugado. Una vez que rodaba la bendita vejiga no había cómo detener a la marabunta. Incontrolable, el deseo—el instinto—de perseguir, de ubicar, de cazar. Igual para todos, sin importar clase, familia, jerarquía. Décadas antes, entre un enorme pedido de botines forrados de terciopelo, Enrique VIII quiso un par forrado de cuero para ver cómo era jugar el pasatiempo del pueblo. A veces participaban parroquias enteras; a veces, ciudades. La meta era que la pelota cruzara alguna marcación improvisada al extremo de la ciudad. A veces se enfrentaban aldeas y la batalla ocurría en un campo con la meta, no de sacar el balón, sino meterlo a la aldea contraria. Surgieron aldeas rivales y enfrentamientos tradicionales, como en el norte, en Derbyshire. Sin límite de tiempo, dichas batallas podían durar todo el día. A veces eran eventos medianamente organizados. Otros, como éste, no.
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Los guardias reales tenían instrucciones de interrumpir toda actividad parecida a un juego de futbol y él sabía que pronto marcharían por la calle en doble fila con sus lanzas, espadas y escudos y entonces el juego se transformaría y dejaría de ser juego. A pesar de sus botines de cuero, Enrique VIII lo había prohibido en 1540 por la eterna batalla de la corona contra este invencible pasatiempo popular. Sólo la arquería producía más heridos, y para practicar futbol no hacía falta grandes complicaciones, sólo era la vejiga de un cerdo y un alma valiente que se la pegara a los labios para inflarla. Por siglos, temerosos de que causara motines y rebeliones, habían querido prohibirlo hasta el olvido, pero siempre renacía, como un profeta, cuando cualquier objeto medianamente esférico rodaba por la calle.
Desde la ventana distinguió, entre la horda, a un par de guardias reales que perseguían la vejiga para tratar de confiscarla o de anotar (era imposible saberlo). En cualquier caso no se sorprendía; desde que llegó a la ciudad había observado a los guardias y demás figuras de autoridad redactando notas mentales. Quería incluirlos en alguna de sus obras—le gustaba el nombre de un oficial que había escuchado el otro día: Dogberry—pero también los compadecía. Hacer valer la ley en estas calles frenéticas tenía casi el mismo resultado que si las dejaban que se gobernaran solas. Todo tipo de oficiales, alguaciles, alcaides, sacristanes, vigilantes, capilleros, además de soldados privados con diversos niveles de autoridad se peleaban a los aprehendidos. Acusados de participar en juegos ilegales, debían acordar a qué juzgado llevarlos y en qué prisión encerrarlos a esperar su castigo conforme la rueda de fuego. Es decir, a la interpretación que le dieran al crimen de jugar futbol en la calle. Podían terminar amarrados a un poste, o a un carro, y azotados; encadenados en la picota o el cepo, clavarles las orejas y arrancárselas una vez que expirara su condena; podían amputarles las manos o, de ser mujeres, hundirles la cabeza repetidamente en un balde de agua o suspenderlas en jaulas colgantes—también podían recibir castigos severos.
Pensó en Ben Jonson, cuya Isla de perros le había valido enfrentar al Perro Negro de Newgate, y rogó no compartir su experiencia. Ben había tenido suerte: los dramaturgos recibían constantemente la atención de la corona por las multitudes que se reunían en los teatros. Había una línea muy fina entre ser acusado de lastimar las sensibilidades reales y de convocar a una rebelión. Dependía, como siempre, del criterio de la autoridad. Pero por lo menos el teatro era una actividad cotidiana no tan peligrosa y los dramaturgos eran libres—una vez más: es un decir—de practicar su arte. Quienes practicaban el futbol bajo su ventana se estaban arriesgando deveras. Cualquier otro día hubieran tenido la claridad mental de alejarse, de irse a otro lado o dejar de hacer lo que estaban haciendo; mínimo de poner a alguien a que echara aguas. Pero cuando rodaba la vejiga la razón no tomaba decisiones. Al aparecer los guardias, sabía que algunos saldrían huyendo despavoridos y otros se quedarían a defenderse. Los arrestados enfrentarían serían acusados de rebeldía, sin importar en qué corte fueran juzgados, e irían a dar al puente de Londres o a Tyburn y sus restos usados como advertencia para quienes quisieran participar en el próximo evento futbolístico.
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Pensaba en eso cuando vio que un par de hombres, cuyas narices iluminadas y estúpida valentía evidenciaban sus pasatiempos etílicos, se olvidaron del juego. Uno, indescifrablemente indignado, daba topes con la frente al otro, indescifrablemente ofendido. Incapaces de comunicarse empleando el lenguaje hablado (para entonces eran como dos extranjeros) continuaron expresando su desacuerdo por medio de jalones, forcejeos y empujones que pronto los llevaron al lodo. Otros, que quisieron separarlos, empezaron a agredirse de manera similar, defendiendo a uno y al otro y a sí mismos y cayeron también, formando una masa de extremidades masculinas que rápido adquirió el mismo tono ocre del suelo; se expandía, se contraía y se colapsaba sobre si misma.
El juego ya no importaba para nadie y la masa seguía creciendo y devoraba a más participantes que, tan pronto olfateaban la testosterona y el sudor y la violencia sacaban sus cuchillos y los clavaban aquí y allá, en unos y en otros. Algunos se alejaban y alejaban a los suyos, a los niños, previendo el peligro de una estocada perdida. Ocupaban la calle entera: clavaban, rajaban, cegaban, destripaban sin saber a quién con tal de propinar antes de recibir. Más órganos rodaron por el lodo, mezclados entre pies y brazos y cabezas y manos y piernas que golpeaban sin cesar. Nadie se mantenía en pie; resbalaban en el lodo y la mierda y la sangre y la calle despedía un olor agrio que él percibía desde su ventana.
Llegaron los guardias. Después arrestarían a los sobrevivientes, primero harían valer las leyes de la corona con sus armas mejor forjadas, mejor cuidadas, mejor labradas, ante las que los supuestos rebeldes no podían competir. Para entonces el paradero del balón era un misterio sin importancia (ya fabricarían otro), pero el escándalo se alteró otra vez, la superficie de la calle y los muros que la flanqueaban quedaban teñidos de alaridos, insultos y súplicas desesperadas de quienes eran arrastrados a enfrentar su destino azaroso y poco a poco gotearon y fluyeron y se esparcieron a otras calles hasta que todo quedó en silencio.
Llovía. El agua se mezcló con el sudor y la sangre y las tripas y el lodo y el excremento frescos que avivó esos horrendos vapores y cerró la ventana.
“Futbolistas vulgares”, pensó de regreso en su escritorio. Tomó la pluma del tintero de metal y Dromio le dijo a Adriana: “¿Soy tan movible con vos, como lo sois conmigo, para que me echéis como una pelota?”
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Por: Patricio Bidault / @pbidault