Hablar del proceso del presidente Salvador Allende en Chile es como hablar de un planteamiento singular en la cancha. No solamente es la idea del socialismo democrático, sino como tan bien lo ha planteado Joan Garcés, asesor del compañero presidente, el proceso político chileno va más allá de juicios simplistas, lo que se presenta en la arena es realmente el poder de la participación democrática, la pluralidad política y por supuesto la fusión del discurso social con las demandas ciudadanas.
El plan político de la UP (Unidad Popular) se configura con un juego de toque revolucionario, en donde todos participan y al mismo tiempo componen el partido. Sin duda un bloque hegemónico en la línea de Gramsci, el cual llevaría en 1970 a Salvador Allende al Palacio de la Moneda. Al fondo suena una guitarra del grupo Quilapayún, la esperanza cunde en el aire.
Hasta aquí la metáfora del futbol y la política funcionan, pero llegaría 1973, escasez, bloqueo económico orquestado desde U.S.A, cambios en el gabinete. La discusión entre el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) y la UP. Afuera en las calles, una continua colisión entre conservadores y partidarios de Allende, el anuncio del terror. Es aquí en este panorama, donde el futbol deja de ser una metáfora más y pasa a convertirse en una ventana donde se dibuja la realidad chilena.
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Así llega el 11 de septiembre, el golpe de estado chileno rompe la madrugada. Allende se despierta con la noticia, militares en la calle. Un proyecto único comienza a desaparecer, un juego de toque singular aparece cercado por la política económica norteamericana en contubernio con la derecha chilena.
Se vienen las desapariciones, la tortura. Y es en el Estadio Nacional, el lugar donde se cultivaba el gol, espacio de festejos y de pasiones, emblema del deporte chileno y del balompié. Donde se priva injustamente de la libertad a la disidencia, los derechos humanos abandonan la tierra andina, el número de personas retenidas por los militares asciende aproximadamente a 40.000. Ahora uno entiende porque Jean Beausejour dijo: «En un lugar donde hubo muerte le dimos una alegría a Chile», cuando la roja ganó la Copa América en el 2015.
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Sin embargo, el futbol chileno contaría una desgracia más, el partido que sostendría con la URSS el 21 de noviembre de ese año, donde el combinado soviético se negó a jugar porque denunció en un acto político y ético al estadio como lugar y centro de tortura. El juego de ida había sido en Moscú, el recibimiento más que frío. El partido de vuelta era en Chile, los soviéticos no saldrían a la cancha.
No se podía jugar en un sitio en donde las desapariciones habían estado a la orden del día. La roja obligada a disputar la calificación para el Mundial del 74 y presionada por el régimen militar, jugó sin rival de acuerdo a las reglas de entonces que sostenía la FIFA y ganó el partido 1-0. Una tarde para el olvido. Tuvieron que convertir sin contrincante en un ejercicio de absoluta represión.
La dictadura chilena contra el futbol es una tesis que nos permite a un tiempo encontrar y denunciar los hechos ocurridos a través de los vaivenes de la pelota, con el motivo de mantener la memoria encendida. Si bien la pelota es generosa también es frágil, siempre a merced de intereses privados y órganos represivos. Sin embargo, como solía decir Michel Foucault, allí donde hay poder hay resistencia, el balón no olvida.
Pensemos en Beausejour o en los jugadores de la URSS. Y con ellos aparecen el MIR y la UP, Salvador Allende y la memoria como un juicio político permanente.
Por: Andrés Piña/@AndresLP2