Scroll Top
San Miguelito

Isaac Rubio Camacho aprendió a coser balones a los seis años, aunque de niño jugaba futbol con bolas de trapo. Al crecer puso un taller, que como muchos otros, quebró. En su pueblo, conocido como San Miguelito balonero, en Querétaro, lo que menos quedan son baloneros. Aquí era común ver a hombres, mujeres y niños cosiendo esféricas para subsistir. En la casa de Isaac, en sus mejores tiempos, hacían mil por semana, aunque la ganancia inmediata de 7 u 8 pesos por pieza no estaba garantizada.

Los balones chinos invadieron el mercado: diez pesos más baratos que los hechos a mano. Los habitantes de San Miguelito buscaron alternativas en la jardinería, albañilería y las mujeres como trabajadoras del hogar en los nuevos fraccionamientos queretanos.

Ya no estoy dedicado a eso porque no nos sale, la verdad ya no nos sale ni para comer allí”. Por eso, a sus 48 años, Rubio Camacho trabaja de albañil, en su tiempo libre cose balones para no perder la herencia de su familia. También siembra con yunta y arado para consumo personal en una tierra rentada, él “ya no alcanzó”.

Lee más: El extinto arte de coser balones en Chichihualco en la sierra de Guerrero

Isaac Rubio Camacho

***
El padre de Isaac, Guadalupe Rubio Sánchez, cosió balones hasta antes de morir. A sus 86 años lo encontraron sin vida, picado por abejas y cerca del río. No era apicultor, pero de los panales obtenía la parafina para hacer sus velas. “Ya no oía bien y se fue a juntar leña, ahí le picaron”, cuenta su sucesor.

Quien preserva el arte de hacer esféricas a mano también utiliza la cera para hacer resistentes los balones, la misma que las abejas trabajadoras utilizan para proteger las colmenas: “Le sacamos la penca, exprimimos la miel y la cera que sale la limpiamos […] la parafina… la revolvemos con brea”.

La brea, el residuo más denso del petróleo crudo, sirve porque “si se revienta un hilo no se sigue descosiendo”. Aunque para hacer un balón primero los pedazos de vinil sintético, su padre usaba cuero. Añade dos resistencias de poliéster o de manta de sarga y las pega con látex, sustituido por “el chemo”, material inflamable por el que varias personas perdieron sus talleres o incluso la vida, según narra. Para coser usa hilo cáñamo.

Antes un señor de León, Guanajuato, proveía a Isaac del material para balón, pero “allá tampoco hay ventas”. Ahora usa uno de la marca “Novabol”, la más comercial. Una vez terminados, los comercializaba desde los 60 pesos, del número cinco, a los 150 pesos, del mismo número pero reforzado. Cuando aún tenía su taller abierto, Isaac elegía el balón más bonito para él y lo colgaba afuera de su taller. No conserva ninguno.

El último balón que vendió fue hace diez días a un señor de Juriquilla, de la delegación de Santa Rosa Jáuregui; era de imitación de piel. “Se lo vendí barato, no me gustó cómo lo hice, lo vendí en 100 pesos, ese cuando lo hacíamos nosotros lo dábamos hasta en 600 pesos”.

En cuanto a los diseños, él los inventa todos. “Pinté los colores para que se vea vistoso y para que la gente le guste, nomás es lo que trato de hacer, pa’ que nadie traiga el mismo balón”. Cuando comercializaba sus productos los más vendidos tenían los escudos del América, Pumas, Chivas y Cruz Azul.

Y aunque en su juventud fue delantero, como su padre, él no se pone la camiseta por ningún equipo: “Le voy a todos para no enojarme con ni uno”. En su época de futbolista fue campeón de goleo y de varios torneos en el equipo Deportivo Morelia de San Miguelito. Inició a sus 13 años como “cachirul” porque le pedían ser mayor de edad.

Ya no juega, el último campo que pisó fue el de siembra. Se retiró del futbol a los 30 años. Quiso que sus compañeros lo recuerden por su capacidad para vencer al arquero “y no cuando ya no sirviera”. Después de “muchos golpes y corajes por un puro balón” pensó, “pues mejor se los hago yo pa’ que ellos se pelien”.

***
San Miguelito se localiza a 30 kilómetros del Acueducto de Querétaro, símbolo de la ciudad. La estructura consta de 74 arcos de cantería con una altura máxima de 23 metros, sostenidos por pilares cuadrados de mampostería.

La mandó a construir el Marqués de la Villa del Villar del Águila a finales del siglo XVII a petición de unas monjas capuchinas porque no había agua potable. En el pueblo balonero el 32 por ciento de las casas no tienen agua entubada, el 40 por ciento carece de excusado y un 64 por ciento vive sin drenaje. El tres por ciento no cuenta con energía eléctrica, aunque la mitad de la población no tiene refrigerador, tampoco lavadora.

Isaac Rubio habita una de las 667 casas de la región, en donde viven tres mil 133 personas. Asegura que estudió hasta quinto año de primaria porque tenía ganas de trabajar, como el 73% de la localidad que no concluyó la educación básica.

El negocio de los balones cosidos a mano le permitió cambiar su casa de piedra con lámina por un cuartito de tabique. “Dejaba para unas semanas trabajar y otra no, nunca para abrir una cuenta ni pa’ guardar, nomás pa’ estarla pasando”.

Isaac es como una abeja, trabaja arduo durante el día y aprovecha parte de las noches para hacer una pausa. Le gusta caminar por el cerro: “Es otra cosa, el aire, la tranquilidad. Ya se olvida uno de todo, pero nomás no puede andar uno allá, tiene que trabajar uno”.

No le gusta salir mucho en San Miguelito, dice que en el pueblo hay drogadicción. Prefiere estar en casa degustando de los frijoles y quelites con las tortillas hechas a mano por su esposa Felipa Puga. Con ella tiene dos hijos de 22 y 24 años. El más chico, Juan Carlos, labora en una fábrica. Heriberto es ayudante de albañil. Ambos saben el arte de coser balones.

De su negocio en San Miguelito le quedan una plancha, un suaje para cortar los gajos de las esféricas y pantallas para serigrafía. Invirtió cinco mil pesos: “En ese tiempo para mí fue un dineral”. Inició con siete balones, aproximadamente la misma cantidad de talleres que quedan en San Miguelito.

A partir de la fotografía de él, sonriente, que circuló en redes sociales le llaman para preguntarle cómo adquirir sus balones; sólo los pueden ponchar la espina de un nopal o el alambre de púas. “O que lo pisara un carro a lo mejor, hay veces que los pisan y todavía quedan chuecos. No se revientan por el material”. Sin embargo, no tiene los recursos ni la mano de obra para fabricar.

Los balones mostrados en la foto son parte de los que hizo el año pasado, le quedan 15. Fue un regidor independiente quien le tomó la imagen. “Nunca me dijo que me iba a subir al Face o que vendía balones. Si me hubiera dicho que le iba a poner eso pues yo no tengo producto para vender y es como engañar también a la gente”.

Pero continuará, en su tiempo libre, cosiendo balones. Aunque apenas los utilicen algunos pocos de los 300 millones de personas que juegan futbol en el mundo.

Por: Nayeli Valencia / @nayevalencia_a

Entradas relacionadas