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camiseta en manos de mamá

Sin planearlo es aficionada del equipo. Jamás le gustó el futbol, lo consideraba un deporte para idiotas. Hace un año cambió de parecer, hace un año perdió a Roberto.

El cáncer le arrebató a su tesoro más preciado cuando apenas había cumplido 20 años de edad. Antes de que el debilitado cuerpo de su hijo se convirtiera en cenizas, ella le prometió que la camiseta no dejaría de hacerse presente en el estadio.

Desde que tenía 13 años, Roberto apoyó cada 15 días al club de sus amores. Solo o en compañía de los amigos, cada dos semanas se instalaba en las tribunas para sufrir y gozar los partidos, para festejar las alegrías y llorar las derrotas. Si había victoria de por medio era el chico más feliz del mundo, pero si había caídas se convertía en la depresión misma.

Su madre no entendía semejante adicción hacia tipos que corren como locos por una pelotita. Así viera envuelto a su hijo en sonrisas o lágrimas, ella lo regañaba. “Hay cosas más importantes para estar triste o contento, cosas que sí valen la pena. Comprende, la vida no se nos puede ir en tonterías”, le decía. “Mamá, no te azotes. Tú te vuelves loca con las telenovelas, yo con el futbol. Piensa que es lo mismo”, respondía Roberto.

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El dolor por atestiguar la agonía de su hijo, que le explicaba preferir soportar las quimioterapias en lugar de faltar al estadio, la aniquilaba. Hasta que no lo vio al borde de la muerte supo que él encontraba en el balón una cura para alimentar el espíritu que todo futbolero posee, la pasión.

Tan joven y corto de edad, Roberto aceptó su realidad y reafirmó un gusto que va más allá de lo comprensible.

Mamá, sé que voy a morir. Es el destino de todos, la diferencia es que me llegó antes que a otro. Lo único que lamento es no tener un hijo. ¿Sabes por qué? Porque, así como heredamos genes y enfermedades, creo que también se heredan pasiones. ¿Te imaginas que será de mi camiseta sola y arrumbada?

Al escucharlo, su mamá le prometió que no arrumbaría la camiseta, que no la guardaría como un bonito recuerdo.

No digas eso, Roberto. Te juro que yo usaré tu camiseta.

El chico le tomó la mano, le acarició la mejilla.

No se trata de eso, mamá. A ti no te gusta el futbol, pero la playera bien podría usarla alguien más. ¿Me explico? Alguien que sepa lo que implica portarla.

Desde hace un año, ella acude cada 15 días al estadio. Cada partido, sentada junto a la prenda, se imagina cómo Roberto vivía el futbol. No se ha dado cuenta, pero cuando cae un gol del equipo lo grita. Tampoco se percibe en el éxtasis del triunfo y en la tristeza de la derrota.

Aún lejana de dimensionar que su nueva faceta es la de una aficionada fiel y sensible al balón, ella suele interrumpir los primeros pasos de su pasión para buscar en las tribunas al que pueda ser digno portador de la playera de Roberto.

Todavía no lo encuentra. Es probable que en un futuro quiera no hallarlo, pues puede comprobar que cada 15 días el equipo y ella se necesitan mutuamente para mantenerse con vida, para preservar el latido de una prenda que alberga muchísimo más que una aparente tela sin dueño.

Por: Elías Leonardo / @jeryfletcher 

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