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Salah y Mané

Viví un mes que fue una locura. Un viaje que nunca pensé que podía hacerse realidad. De esas ideas que dices al aire y que seguramente no harás nada al respecto por falta de atrevimiento. Ahora que la travesía ha concluido sigo sin poder entender que pasé más de 30 días en África, enseñando español y futbol a niños ghaneses.

Recurrir al clásico escrito que suele hacer alguien después de realizar un servicio social de cómo este viaje me ayudó a crecer como persona, cómo hay que valorar lo que uno tiene o de lo preocupante que es la situación en África y cómo poder ayudar o donar, me parece que no va conmigo. Sinceramente me da bastante flojera exagerar mis sentimientos y a la vez mi experiencia, pero sobre todo porque quiero atreverme a cambiar aquel concepto con el que estamos acostumbrados. O más que cambiar, sacar a la luz el otro lado de África.

Tristemente si existe toda esa miseria, insalubridad y crisis de la que todos los días te nutres gracias a las noticias o aquellos videos de organizaciones humanitarias que requieren tu ayuda. Claro, hay que tener conciencia en aquella situación, sin embargo, también hay que mencionar aquella parte que hace del continente africano un sitio lleno de vida y colores.

Una alegría que no se ve en ninguna otra parte del mundo. Un lugar donde aunque no seas del mismo color de piel y la gente te vea detenidamente como si fueras un marciano, te reciben con cariño y mucha amabilidad.

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Si tuviera que definir con una palabra lo que fue África para mí, sería solidaridad, porque aunque hayan alrededor de 54 países en este inmenso continente, más de 2000 lenguas o dialectos, diferentes tipos de comidas y gobiernos, y hasta creencias religiosas muy variadas.

En África no solo cada una de sus nacionales siente su patriotismo local, sino también hay un patriotismo continental. Lugar donde lo plural se sobrepone a lo singular y claro, tenía que ser el deporte más hermoso del mundo el que me comprobaría todos estos hechos.

A tan solo unos pasos de nuestra casa de voluntarios había una especie de bar-restaurante donde pasaban los partidos de la Champions League. Si en algo también se caracteriza este continente, es por esa pasión que sienten por el juego de pelota. Sin dejar de lado su historia futbolística y los grandes jugadores que han cosechado con el paso del tiempo. Cada martes y miércoles en la noche mi amigo y yo nos íbamos a aquel changarro, donde veíamos y disfrutábamos el torneo más grande de clubes en Europa.

De los ocho partidos que observamos, los que más nos llamaron la atención fueron los duelos del Liverpool. Sin haber una «hinchada» o algún fan particular en el lugar hacia el equipo de Anfield, se notaba una clara simpatía por parte de la gente cuando veían a los Reds mover el balón.

Además del estilo vistoso y elegancia que tiene el equipo de Jurgen Klopp, a cargo de su poderoso ataque están dos jugadores africanos: Mohamed Salah, y Sadio Mané. Ambos se hicieron presentes en el Mundial de Rusia 2018 con sus respectivas selecciones. Todo mundo se derrite y se rinde ante la magia que proviene de los pies de este par de cracks; sobre todo cuando se asocian entre ellos. Pero en aquella cantina ghanesa derretirse y rendirse era lo más mínimo.

La gente llegaba a tener orgasmos por el juego de estos dos magos. Habían festejos descomunales en cada espacio del lugar. Y bueno, cómo no tener llegar al éxtasis después de aquel primer gol de Salah en la ida de las semifinales ante la Roma. Lo que más resalta es tanta emoción por dos futbolistas que, aunque sean del continente negro, ninguno de ellos nació en Ghana.

Tanto Mohamed como Sadio no cuentan con ascendencia ghanesa en sus raíces ni algún documento o pasaporte ghanés, mucho menos haber habitado o militado en algún club ghanés y ni siquiera son cristianos (religión predominante en Ghana). Ambos son fieles a las creencias de Alláh, pero el hecho de tener ese ADN africano los hace ser respetados, admirados y elogiados, no solo en sus propios países sino también en todo un continente. En pocas palabras, el odio y la rivalidad entre países africanos diría que es casi inexistente, a diferencia de otros casos.

Ningún brasileño hubiera festejado que Argentina hubiera levantado la Copa del Mundo en el Maracaná. ¿Cuándo en nuestras vidas veremos a un aficionado catalán que no abuchee a algún futbolista merengue pisando el Camp Nou?. O que la inigualable Rebel no trate de agredir a uno de los aficionados del América. O ver algún tipo de apoyo o unión entre serbios y croatas.

Aunque existan todas estas rivalidades y tradiciones de odio que le ponen un sabor picoso y una intensidad increíble al futbol, también existe esa parte dulce y llena de amor que hace que este deporte se vuelva una pasión para cada aficionado. Este lado cursi que tiene el balompíé, es lo que nos hace unirnos como seres humanos sin importar los
prejuicios que se emiten.

Cabe mencionar que esta unión africana no es cosa nueva, tan solo hay que recordar aquel
partido de cuartos de final en el mundial de 2010. Ghana enfrentó a Uruguay y tuvo la oportunidad de haber hecho historia, convirtiéndose en el primer equipo africano en llegar a una semifinal de una Copa del Mundo. La sede del partido en Johannesburgo, Sudáfrica.
Aquella vez todo africano apoyo y se encargó de que la selección de las estrellas negras
juegue aquel partido como si fuera local.

Tristemente, Ghana perdió en penales ante los charrúas. En este escrito no quiero contar la historia de cómo dos muchachos blancos de 19 años se pusieron una capa de superhéroe y fueron a apoyar a un montón de niños en situación vulnerable. Esta es la historia de cómo dos muchachos blancos se enamoraron de toda una nación. No solo por el futbol, sino también por esa unión y humanidad que únicamente te ofrece África.

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Por: Nuri Kalach Chelminsky

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