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Diego Latorre

Diego Latorre ha hecho de la elegancia un mantra. En las canchas se cansó de regalar florituras. Su gambeta encandilaba a la afición. Era un jugador hecho para enardecer a la tribuna. Pero no hay que confundirse: su tendencia artística no era estéril. La pegada de su botín diestro era tan contundente como su personalidad. Jamás se guardaba un regate; jamás se quedaba callado cuando tenía que hablar. Quizá, sin saberlo, el destino ya había trazado un plan. Futbolista luminoso, Latorre se ha convertido también en un periodista de referencia.

Un destino redondo

El ideario colectivo siempre ha relacionado el arte de la gambeta con el potrero. Ahí donde privan la desesperanza y la carencia el regate ofrece una salida, cual luz que alumbra en la penumbra. Pero esas cualidades están lejos de pertenecerle únicamente al barro. Latorre lo supo, y también lo padeció. Procedente de una familia de clase media, en sus inicios tuvo que lidiar con la de etiqueta de chico country. No venía de lo más profundo de la pobreza, pero también era cierto que estaba lejos de ser un aristócrata. La terminología daba lo mismo. Pagó el derecho de piso y escepticismo con una fórmula muy simple: calidad y coraje.

Millones de personas alquilarían el alma con tal de ser buenos jugando al futbol. La calidad, se sabe, le es reservada a unos cuantos. En el juego que hoy vemos abundan los atletas, pero no los futbolistas. Incluso en el profesionalismo el talento es un intangible escaso. Pero en la otra vereda, lejos de los mendigos que quisieran ser buenos, están aquellos que no pidieron serlo. El futbol fue tangencial en sus vidas (Batistuta y Carlos Vela como ejemplos). Para Latorre el futbol era secundario: su verdadera pasión era el tenis.

Una visoria de Boca Juniors inclinó la ruta hacia la pelota número cinco. Un partido bastó para que el Xeneize decidiera llevarse a Latorre a inferiores. El chico country gozó de privilegios ni bien llegar. Solamente entrenaba un día a la semana porque sus padres no querían que dejara los estudios. Las quejas de sus compañeros, sin embargo, eran inexistentes. El fin de semana, cuando su equipo ganaba, todo agravio se diluía entre goles y gambetas. La victoria estaba en la bolsa gracias a él. En Boca debutó con 18 años, a las órdenes del histórico Jorge Toto Lorenzo. El idilio con el pueblo bostero no tardó en llegar. En una época dura para Boca, sin éxitos deportivos y con apuros financieros, la irrupción de Latorre fue una lumbrera.

Conquistar latitudes

Con Boca Juniors alzó tres copas como actor principal. Junto a Gabriel Batistuta y Alfredo Graciani conformó un ataque de culto. Boca, un equipo históricamente asociado a la pujanza, al futbol que pondera la fortaleza y la garra, veía cómo tres estetas elevaban el juego a una categoría artística pocas veces vista en La Bombonera. Latorre era el niño consentido, la cara de las revistas, el jugador de moda cuyo efecto magnético atraía los flashes de las cámaras con naturalidad. Hasta la Barra Brava lo quería. “Bien, pi­be, se­guí así y de­cíles a los más gran­des que se pon­gan las pi­las”, le decía el Abuelo, líder histórico de La 12.

No había otro destino. Diego Latorre tenía que ir a Europa. Su graduación como futbolista de categoría solo podía darse en otras latitudes. La Fiorentina jugó sus cartas por el novel atacante pampero. La odisea terminó muy pronto, de imprevisto. No pudo mostrarse en el Calcio por motivos ajenos a él, entre ellos la detención de su representante. Pero el paraje en el que aterrizó después de la frustrada aventura italiana tendría reservados momentos únicos.

En Tenerife, a las órdenes de Jorge Valdano y Ángel Cappa, Latorre no solo despertó: se convirtió en la mejor versión de sí mismo. El equipo isleño vivió dos años en las nubes. Le frustró dos campeonatos de Liga al Real Madrid con Latorre como santo y seña. Después de aquellas fulgurantes exhibiciones, el argentino estuvo a una firma de llegar a la Casa Blanca.

“Con el Real Ma­drid lle­gué a fir­mar un pre­con­tra­to, pe­ro, por in­fluen­cia de al­guien que no quie­ro nom­brar, se ca­yó el pa­se. Eso me ter­mi­nó gol­pean­do y ya no fui el mis­mo de an­tes”, ha dicho sobre la posibilidad irrepetible que tuvo.

Boca volvió a asomar en el horizonte. Se dice que las segundas partes nunca son buenas. Y en el futbol ese postulado suele confirmarse con una constancia cruel e inequívoca. Latorre volvió en una época en la que Boca estaba en reconstrucción. Mauricio Macri había llegado a la presidencia del club y Carlos Bilardo estaba en el banquillo. Latorre no pudo repetir las hazañas del primer ciclo, a pesar de que dejó múltiples gestos de calidad. Cuando Diego Armando Maradona murió, Latorre compartió una foto de ambos. Según el relato de Gambetita, aquel día La Bombonera le ovacionó y el Pelusa le dijo:

“Disfrútalo, la estás rompiendo”.

Exilio y rebeldía

La historia entre Diego Latorre y Boca terminó mal. Molesto por las filtraciones de información que surgían desde el vestidor mismo, declaró ante la prensa que Boca era “un cabaret”. Con el tiempo, se encargó de matizar la frase al explicar que su intención era decir que el equipo era un quilombo, un problema, pero que la palabra le salió casi sin querer. Aquella definición del clima que se vivía en el plantel fue su cruz. Le costó la salida y, además, desencadenó el irrevocable desprecio de un sector de la hinchada que jamás le perdonó un arrebato propio del desamor: ya convertido en jugador de Racing, Latorre festejó un gol contra Boca tapándose la nariz, como insinuación del mal olor que le sugería la hinchada del Xeneize. Las múltiples disculpas ofrecidas fueron inútiles. El romance acabó para siempre.

Tuvo que partir a un exilio forzado en México. El tiempo fue corto, pero las sensaciones que dejó en Cruz Azul perduran en la memoria. Su derroche de calidad le valió el reconocimiento de la hinchada celeste. El fabuloso futbol mexicano de los 90 encontró en Gambetita a un digno exponente. Un gol suyo contra el América le dio a la Máquina el boleto a la final del Invierno 99. En los momentos difíciles la verdadera personalidad del futbolista sale a la superficie. Es ahí cuando se le puede considerar líder o uno más en el pelotón. En el caso de Latorre, su rebeldía era inherente a su categoría dentro del campo. Jamás se dejó pisotear ni se guardó nada.

En Cruz Azul dejó un vivo ejemplo de sus convicciones. Después de perder la final de ese torneo contra Pachuca, el presidente del equipo Guillermo Billy Álvarez bajó al vestuario para embestir a sus jugadores.

“Ter­mi­nó un par­ti­do, di­jo que mis com­pa­ñe­ros no te­nían hue­vos y le con­tes­té que era fá­cil opi­nar des­de la tri­bu­na. Me col­gó. Lo que pa­sa es que el ju­ga­dor me­xi­ca­no, por idio­sin­cra­sia, el pue­blo me­xi­ca­no, en rea­li­dad, no dis­cu­te, no se ma­ni­fies­ta por la ca­lle, qui­zás por la his­to­ria de la con­quis­ta es­pa­ño­la, en­ton­ces ha­cen lo que quie­ren con el ju­ga­dor. Le ha­cen fir­mar con­tra­to en la quin­ta fe­cha, apues­tan a que ha­ya una le­sión o un mal ren­di­mien­to, y lis­to. Y co­mo yo ven­go de otra es­cue­la, tu­ve ro­ces”, ha contado.

Contestatario y frontal, su honestidad le metió en muchos conflictos. Las frases de cajón no iban con él. Al jugador de futbol se le critica que siempre diga las mismas cosas. Pero también es cierto que el periodismo no siempre está listo para escuchar a los jugadores que abandonan los tópicos. Latorre era de esos. Siempre se sintió cómodo con el micrófono y las cámaras enfrente. Sus palabras solían hacerle más fácil el trabajo a los reporteros: cuando declaraba, todas sus frases eran dignas de primera plana.

El futbol y la voz que nunca se apagaron

En la recta final de su carrera, Latorre deambuló por muchos equipos. Particularmente en México. Aunque no logró asentarse durante un largo tiempo en ningún club, en todos dejó muestras de su inagotable repertorio. Muy lejos quedaron las noches de elegancia en el Bernabéu. Las últimas dosis de exquisitez se desperdigaron por los inhóspitos campos de la segunda categoría del futbol mexicano y en las del Comunicaciones de Guatemala. Ya sin el glamour de viejos tiempos, Latorre siguió tirando gambetas. El lugar no importaba: había que jugar bien.

El periodista y el futbolista suelen ser polos opuestos. Se odian pero se necesitan. Están condenados a entenderse por el bien de ambos. Las rivalidades entre unos y otros siempre son escandalosas, para disfrute de las masas. Los puntos de comunión son casi inexistentes. Pero Diego Latorre los ha encontrado. Desde 2005 es analista y panelista de televisión. Su facilidad de palabra y riqueza conceptual la abrieron un camino en los medios de comunicación. Con el paso del tiempo, se ha convertido en una referencia. También ha incursionado en la prensa escrita como columnista en La Nación y en El País.

Sus ideas, así como sus goles lo hacían en otra época, entran como alfileres. Latorre no se anda con medias tintas. Calla para escuchar y nunca suelta una palabra de más. Pero con el espíritu indomable que le caracterizó como jugador, ahora teñido de un carácter pedagógico, emite opiniones de altura que enriquecen el debate y hacen pensar al espectador. Ni futbolista del montón ni periodista de serie. Ha tenido la sensibilidad indispensable para tender puentes entre la comunicación y el juego. Elegancia, categoría y gambeta: los principios inalterables de Diego Latorre.

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Por: Omar Peralta / @OmarPeraltaH

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