En Irán, como nos recordó la muerte de Sahar Khodayari el pasado 8 de septiembre, aún es ilegal que las mujeres sean aficionadas al futbol. Muchas se disfrazan de hombres y entran clandestinamente a los estadios, que tienen prohibido, para disfrutar igual que el resto del planeta del pasatiempo más popular del mundo por 90 minutos, más el alargue y, con suerte, los tiempos extra y penales. A veces son descubiertas y arrestadas.
Le pasó a Khodayari. Pasó dos días en la prisión Shahr-e Rey, o Qarchak, una antigua granja de pollos que está en la mira de Amnistía Internacional por el presunto abuso a los derechos humanos de sus prisioneras. Cuando se enteró que su condena podía extenderse otros seis meses, o hasta dos años, la joven de 29 años prefirió inmolarse frente a los tribunales donde la juzgaron. Murió una semana después.
Por medio de redes sociales, activistas mundiales y jugadores, como el capitán de la selección varonil iraní, Masoud Shojaei, apuntaron que el veto a los estadios es solo una medida represiva, y no una ley oficial, instaurada después de la revolución islámica de 1979, cuando la monarquía autoritaria que gobernó Irán la mayor parte del siglo XX fue reemplazada por una teocracia represora.
La república de Dios
Cuando huyó Mohammad Reza Pahlaví, el último monarca de Irán, y cayeron las últimas fuerzas leales a él, el líder de la oposición, el ayatola Ruhollah Khomeini convocó a un referéndum nacional: ¿debía Irán dejar detrás la monarquía y convertirse en una república?
El 98% de los iranís, en un ejercicio libre y democrático, votaron por el sí. Pero, al escribir en la nueva constitución que el poder supremo de la República Islámica de Irán reside en Dios, a través de los eruditos de la ley sharía, y no en la voluntad popular, Khomeini instauró una república ilusoria.
Aunque el gobierno es elegido en una aparente democracia, los ayatolas pueden intervenir y cambiar libremente cualquier cosa acorde a los principios morales y éticos del Corán, desde modificar o cancelar leyes, hasta aprobar o rechazar candidatos que pretendan la presidencia.
Así, hasta las mujeres pueden participar; votan e incluso ocupan puestos gubernamentales. Pero en realidad, todos los aspectos de la vida de los iranís dependen de la interpretación del Corán de los ayatolas: cómo pueden vestirse, adónde pueden ir, qué deportes pueden ver, contra quién pueden competir.
Teocracia y deporte
En el campeonato mundial de lucha grecorromana de 2017, el joven luchador iraní Alireza Karimi-Machiani iba ganando su combate con un marcador de 3 a 2. De pronto, a medio episodio, una voz le pidió a gritos, “¡pierde, Alireza!”.
Era su entrenador que, abruptamente, detuvo la competencia por unos segundos para discutir algo en privado. Cuando Alireza regresó a competir, su desempeño había disminuido. Su marcador permaneció igual y perdió el combate 3 a 14—una diferencia de once puntos. De haber ganado, en la siguiente ronda hubiera debido enfrentar a un israelí, prohibido para los atletas de Irán, ya que no reconocen a Israel como estado soberano.
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No se sabe con toda seguridad si esa haya sido la razón del extraño cambio en el desempeño de Karimi-Machiani, o que haya sido por intervención de las autoridades iranís, pero ciertamente no ha sido el único incidente así, y los gritos de su entrenador pudieron deberse a un impulso de proteger a su pupilo.
Pocos días después de que Sahar Khodayari se inmolara frente a los tribunales, los usuarios iranís inundaron Twitter con la etiqueta #BanIRSportsFederations (“expulsen a las federaciones deportivas iranís”), que usaron más de 60,000 veces en solo 24 horas, exigiendo que se les prohibiera participar en toda competencia deportiva.
Se debía a que el judoca Saeid Mollaei acusó al Comité Olímpico Nacional de Irán y al ministro de deportes de ordenarle abandonar el campeonato mundial en Japón por la posibilidad de enfrentarse a un israelí. Sin embargo, a diferencia de Karimi-Machiani, Mollaei ignoró la orden. Y perdió. “Aunque las autoridades de mi país me dijeron que puedo regresar sin problemas, tengo miedo”, declaró después del campeonato, refugiado en Alemania. “Tengo miedo de lo que pueda pasarle a mi familia y a mí”.
La exigencia de los iranís de que el Estado y sus leyes dogmáticas dejen de influenciar las competencias deportivas en las que participan, y su disposición a renunciar a toda representación nacional, contrasta notablemente con la tibia reacción de la FIFA al veto de las mujeres de los estadios que se limita a peticiones, pláticas y recomendaciones irresolutas, fuera de lograr el acceso de unas cuantas a un reducido número de partidos, como un amistoso contra Bolivia en 2018, de vez en cuando.
La UEFA, por su lado, al anunciar la nueva Europa Conference League el 25 de septiembre, el tercer nivel de competencias europeas por debajo de la Champion’s League y la Europa League, declaró que la nueva competencia “recomendará a sus 55 asociaciones nacionales y a todos los clubes europeos no jugar partidos en países donde las mujeres tienen restringido el acceso a los estadios”. Está por verse si la UEFA es tomada con mayor seriedad que la FIFA.
Un veto insostenible
La frustrante reticencia de la organización presidida por Gianni Infantino a imponer sanciones más severas a la Federación de Futbol de Irán (FFIRI) parece responder a intereses comerciales más que sociales.
Mientras los fanáticos del judo exigen la expulsión de su federación de toda competencia internacional, Infantino, en una carta al gobierno iraní, pide que se les permita a las mujeres el acceso a los estadios para que puedan “comprar boletos [para los] los partidos clasificatorios de la Copa del Mundo”, ingresos que la FIFA perdería si les prohíbe participar en el mundial de 2022, solo al otro lado del Golfo Persa, en Catar.
Frustrante también porque el veto no tiene ningún peso legal. No se trata de modificar una ley constitucional iraní o cancelar una tradición cultural milenaria, sino una “práctica civil” que se instauró cuando “el islam político del ayatola Khomeini tomó el control de la revolución de 1979, creó a la República Islámica de Irán y estrechó su dominio en un país en caos”.
La inspección de “una delegación de expertos” de la FIFA que visitó Irán el pasado 19 de septiembre encontró que “no hay obstáculos operacionales importantes” para permitir el acceso a las mujeres al estado Azadi. La falta de Sahar Khodayari no fue intentar entrar ilícitamente al estadio o disfrazarse, sino no usar un hijab en público—cubrirse la cabeza es obligatorio en Irán para todas las mujeres, iranís o extranjeras—, parte del código de vestimenta instaurado por la interpretación de la ley sharía de Khomeini.
La activista Maryam Shojaei incluso teoriza que las autoridades preferirían nunca haber adoptado un veto tan problemático, pero se resisten a renunciar a él porque temen que, de ceder a las mujeres el derecho de entrar a los estadios, “las personas exigirán más”. La reacción de Abdullah Hajj Sadeqi, el líder de la Guardia Revolucionaria, al acceso permitido para el amistoso ante Bolivia parece confirmarlo: “primero dejamos que las mujeres vieran el mundial en televisión, luego las dejamos entrar a los estadios […].
Luego, las mujeres van a querer mezclarse con los hombres y ver los juegos con ellos”. Mientras, para justificar la medida, “miembros del gobierno dijeron que los juegos de futbol no son seguros y son obscenos y las mujeres corren el riesgo de ser acosadas por los fanáticos masculinos”, en una declaración que Al Jazeera resumió como un castigo “a las mujeres por los pecados de los hombres” en un reportaje con ocasión de la final de la Liga Asiática de Campeones en la que participó el Persepolis iraní y a la que se le permitió la entrada a 300 mujeres a un estadio de 78,000 asientos, el Azadi: el mismo en el que arrestaron a Sahar Khodayari y cuyo nombre significa “libertad”.
Por Patricio Bidault / @pbidault