El futbol puede ser observado desde el cristal en donde se dibuja lo sagrado y lo profano. El juego como ritual del teatro de lo absurdo y el colmo de lo impredecible. Quién iba a imaginar, apenas hasta hace algunas semanas que la final de la Copa Libertadores de América se iba a terminar jugando en uno de los estadios más importantes del país del que, precisamente, se independizaron a principios del siglo XIX. La final de la Libertadores en el Bernabéu.
La Copa Libertadores de América: competencia deportiva continental bautizada en honor, precisamente, de los importantes personajes que encabezaron las guerras de independencia en contra de los imperios europeos. Faltan por cierto, entre las placas que adornan el trofeo de la Libertadores—que de lejos pareciera una copa de hockey—los nombres de Hidalgo, Morelos y Josefa Ortíz de Domínguez.
El nueve de diciembre se convertía entonces en una maceta donde florecían muchas coincidencias y frutos de azar alrededor de la pelota. Nueve de diciembre, fecha en la que se conmemora la batalla de Ayacucho; último enfrentamiento entre el ejército de la Gran Colombia—comandado por el propio Simón Bolívar—y el ejército del Imperio Español, quitando a los europeos el dominio administrativo sudamericano. Doscientos años después, Argentina, país miembro de aquella configuración política y continental, celebraba en España uno de los eventos más importantes de su historia deportiva y su idiosincrasia: La final entre River y Boca.
Los muy desafortunados acontecimientos que se dieron faltando horas para que se jugara el partido de vuelta—el veinticuatro de noviembre en Buenos Aires—obligaron a la CONMEBOL a suspender el encuentro. Primero, dejando varados durante horas a muchos aficionados de River esperando bajo el rayo del sol en la grada del estadio hasta que se anunció la cancelación del encuentro en los altavoces del Estadio Monumental de Buenos Aires y posteriormente resolver que el juego no podía celebrarse en la Argentina.
En el 2015 ya se había dado un episodio bastante delicado en una semifinal entre River Plate y Boca Juniors, cuando aficionados de la 12—barra de Boca—rociaron con gas pimienta a jugadores de River, quienes estaban por saltar a la cancha del túnel de vestidores. Una advertencia que forma parte, ahora, del historial de violencia que se presenta con este partido de futbol.
Optando por una sede en donde se aseguraba que se podían controlar a las dos aficiones, los accesos al estadio y los festejos posteriores, Madrid recibía la curiosa responsabilidad de organizar la final del torneo más importante de América, entre los dos equipos más representativos de la ciudad Buenos Aires y del futbol argentino.
Marcelo Gallardo—entrenador de River—declaró que quienes perdían ante la decisión de organizar la final fuera de Argentina eran los aficionados. Es evidente que a quién afecta que el juego fuese tan lejos de casa es, precisamente, a los hinchas y seguidores de ambos equipos. Agregando que desde el 2013 las barras visitantes de River y Boca, no pueden ir al estadio rival por seguridad, fue a los seguidores riverinos del Millo—quienes recibían la final como locales—a quienes más les jodió todo esto.
Pero no podemos negar lo delicado y reprobable que fue que el camión de Boca atravesara una emboscada, como ariete medieval, en su traslado al Monumental. Pablo Pérez con un parche en el ojo, otros jugadores de la plantilla que entraban al vestidor con mareos y náuseas abatidos después del ataque a su vehículo y un caos dentro y fuera del estadio.
De sobra sabemos la litúrgica y religiosa relación que mantiene la Argentina con el fútbol. Un país que ha sido campeón del mundo en un par de ocasiones, de donde salen jugadores que militan en las ligas más importantes del globo, donde nació el mejor jugador de la historia y donde el futbol se vive como filosofía de vida. Pero hoy, desafortunadamente, rasga su tejido social el no haber podido celebrar un evento deportivo tan importante como este. La violencia a la que se llegó es un reflejo de un escenario mucho más complejo.
Con todos los impedimentos económicos, laborales, familiares, escolares, etc. miles de feligreses de la fe riverina, como miles de peregrinos de la fe bostera se trasladaron a Madrid para alentar a sus equipos en la histórica final.
Faltando pocos días para el domingo, las calles del centro de Madrid se comenzaron a poblar del ritmo acompasado de cumbia villera y el estruendo de las batucadas que cantaban los bombos de los que llegaban a la capital española. Madrid que dividía su cuadrícula y donde la gente le llamaba campamentos a los puntos de reunión de las hinchadas de los equipos argentinos, como si se tratara de dos trincheras enfrentadas. Madrid partía en dos la periferia del estadio Santiago Bernabéu, como quien corta una rebanada de pastel, para que las barras pudiesen entrar al partido sin pasar cerca de la otra.
Quizá y el único momento de tensión y posible bronca se dio la noche anterior al partido, cuando los dos frentes se encontraron en pleno Sol—la metáfora me parece bellísima—cantando cara a cara su respectivos gritos de guerra, hasta que un par de camiones policiales se colocaron en medio. Que no se vieran. Al final de la noche del sábado solo quedaron ruinas, basura y cerveza que, como distópico Caminito de levadura de Hansel y Gretel, dibujaba la huella del paso de ambas hinchadas.
Llegar al estadio el domingo no fue complicado. Nada de que sorprenderse en una ciudad en donde el metro celebra cien años de existencia y buen funcionamiento. Sistema que conecta de forma muy eficiente a toda ciudad por debajo de la tierra y que tenía un interesante reto cien años después de haber entrado en funciones.
Ascender al Paseo de la Castellana advertía desde lejos lo complejo del operativo de inteligencia y seguridad que resguardaba el radio periférico del estadio. Rodeado por tres anillos alrededor del Santiago Bernabéu, una tanqueta BMR, que según su descripción en Wikipedia cuenta con un blindaje de 10-40mm de aluminio endurecido y se le puede incorporar en torreta una ametralladora Browning M2 con dos mil quinientos proyectiles, daba la bienvenida para entrar a las inmediaciones del estadio. Ser parte de la historia implicaba sumergirse en un recorrido religioso, en una experiencia compartida donde había que mantenerse atento en todo momento.
El primer control de seguridad abría el tránsito de personas, al ritmo que un grupo amplio de policías montados permitían el paso y luego cerraban la llave del mismo, amagando con golpear a quienes comenzaban avalanchas humanas que se disipaban bastante rápido. Hubo varios momentos en los que fue desesperante estar sin poder mover los brazos dentro de lo que parecía una inmensa lata de sardinas debajo de una nube que olía a cerveza, orín y hachís.
Domingo de peregrinaje al templo del Bernabéu donde un diezmo importante permitía a los creyentes del fútbol, ser partícipes de un momento histórico. Otros dos puntos de seguridad y un ejercicio de revisión agudo, que incluía el cateo de cada miembro del cuerpo, “trapos” y banderas decomisadas por estar fuera de lo permitido, “mujeres y niños del lado derecho”, algunos infantes que lloraban en el trance, para pisar por fin la explanada del estadio.
Chamartín se convertía en el tablero de otro partido épico en su historia. Lugar elegido de rebote para que por fin se pudiera jugar la final entre dos equipos con una rivalidad inmensa. Cerca de setenta mil personas reunidas frente a un lienzo verde que bien podría ser entendido como la arena del coliseo o de un ruedo.
Orgasmo de locura y euforia con el gol del “pipa” en el fondo sur bostero. Llanto triunfal y sanador con los tres de River para el fondo norte millonario. El partido por muchos momentos estuvo trabado y las caídas, golpes, entradas con saña y pérdidas de tiempo voluntarias, formaban parte de los movimientos del libreto de la ópera que se celebró en aquella noche decembrina en Madrid. El partido se jugó también en la grada, donde las dos barras alentaron todo el tiempo reglamentario, el alargue y con las celebridades del mundo futbolístico como espectadores de lujo en sus palcos.
Boca tuvo muchas opciones de gol y me parece que se equivocó el mellizo Barros Esquelotto al sacar a Benedetto del juego. Era su partido… Lo de Gago una pena; una vez más el talón de Aquiles; una vez más contra River. La expulsión de Barrios sentenció el juego y Nahitan es de otro planeta. No por nada Griezzman vestía con la remera del capitán más joven que ha tenido Peñarol en su historia y el mejor jugador de Boca en la final. Nahitan y diez más. Y luego River.
Un muy buen gol de Pratto avisó a los espectadores lo que terminó cocinándose como un milagro: Quintero, el colombiano que embocó un gol como si estuviera jugando carambola en pleno mundial, había entrado a la final para cambiar y escribir su historia. Dicen que sigue sonando la frecuencia que provocó el golpe del zurdazo que acomodó en el poste antes de anotar el gol “de campanita”. Boca se vino abajó y la suerte le negó la posibilidad de alargar el partido hasta los penales. El poste jugó su parte justa.
En busca de anotar un gol que hubiese cambiado el orden del universo el arquero Esteban Andrada jugaba ya como un delantero más en el esquema de Boca y un contragolpe a carrera solitaria del “Pity” Martínez sentenció la final para River, que saldaba una deuda histórica con su afición.
Aquel 2011 en el que descendieron y que ahora, más bien, confirman el momento histórico en el que se encuentran. No olvidemos que en el 2015 River ganó, también, este mismo certamen. Pero tenía que ser en este partido en el que se podían ajustar cuentas con lo mucho que cargaban en la espalda. Tenía que ser contra Boca. Tenía que ser en Madrid.
El descenso provocó, evidentemente, que la barra de Boca, la 12, compusiera cantos para burlarse de aquel episodio. “River, decime qué se siente. Haber jugado el Nacional. Te juro que aunque pasen los años, nunca lo vamos a olvidar. Que te fuiste a la B…”
Como parte del ritual de recepción a River en la bombonera—que tiene momentos de performance—, muchos hinchas de Boca suelen disfrazarse de fantasmas poniéndose encima una manta blanca y una “B” dibujada en el pecho. Es el fantasma de la B que busca recordar y asustarles con otra aparición. RiBer, escribían en sus mantas, banderas y trapos. RiBer, por haber jugado en la B.
Imposible no pensar con el triunfo de River en el famoso Tano Passman. Aquel viejo que se hizo famoso por el mundo al haber sido grabado por sus propios hijos para demostrar el daño que le hacía el descenso de su equipo y que volteando al cielo increpaba a su padre por haberlo hecho hincha de River. Gritando y gesticulando sin parar, el Tano vivía una agonía infinita con la derrota y la humillación del descenso. No sólo como la experimentación del dolor sino como una tragedia.
Terminó el partido el domingo y ese mismo viejo escribió en su cuenta de Twitter: “RIVER CAMPEÓN DE AMÉRICA gracias, gracias, gracias viejo por hacerme hincha de RIVER”. El tano vivió para contar la revancha y reconciliarse con la pasión heredada a su equipo.
Si River ganó algo aparte de la copa fue reclamar el legítimo derecho de llamar las cosas por su nombre. No Silver River. Sino: River Plate. Esa curiosa traducción de Río de la plata que se escribe V.
Por: Santiago Hernández/@futsanti
Fotografías de: Sebastián Hernández.