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Un regalo inesperado para el abuelo llamado futbol

La noche anterior

-Me encantaría poder levantarte de la cama, regalarte más años de vida, verte donde mejor te sientes.

-¿Ya te estás despidiendo?

-No, abuelo. No ha sido mi intención.

-Tranquilo, entiendo.

-Oye, me dijeron que no quieres ver los partidos por televisión.

-En mis condiciones, y para lo que veo, me desespero, me aburren. ¡Es un suplicio! Prefiero estar de ocioso pensando en mi muerte.

-Abuelo, por favor no digas eso.

-Acércate. Te diré lo que me podrías obsequiar.

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A la mañana siguiente

Botes de pintura. Brochas. Rodillos. Elías ha comprado el material necesario para cumplirle un deseo a su abuelo. También ha pasado por Roberto, su amigo, un as para rayar paredes. En el trayecto hacen escala en un taller mecánico, único sitio donde saben que pueden encontrar los pósters que requieren.

-No importa el precio, véndamelos. Don Julio, usted nomás los tiene de adorno.

-Pero son antiguos, esos equipos ya ni existen.

-Por eso mismo los queremos.

-Está bien. Llévenselos, no es nada.

Teniendo los elementos completos, los dos amigos emprenden camino hacia casa del abuelo.

Manos a la obra

-Duerme. Cuando hayamos terminado, te aviso.

-Ya me cansé de dormir, pero está bien, lo haré.

No tarda ni 10 segundos en cerrar los ojos y roncar. Elías y Roberto comienzan con su trabajo: uno prepara la pintura y recorta los pósters; otro traza líneas en las paredes de la recámara. Poco a poco los rayones cobran forma y van dejando de ser simples líneas para convertirse en siluetas sobre una tribuna, siluetas mirando hacia una cancha de futbol.

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Así como miran, expresan. Sus gestos son de euforia, nervios, angustia. Algunos ya ondean banderas, otros alzan los brazos. El rectángulo, segmentado en tres paredes, quedando libre la pared donde está la cama del abuelo, apenas presume un balón solitario en el círculo de media cancha.

-Dale a la pintada.

Elías le da color al pequeño estadio, mientras que Roberto afina detalles en sus trazos. El césped se tiñe de verde, y las líneas de blanco. Las siluetas se transforman en una multitud festiva, apasionada. Playeras amarillas, azules, rojas, con franjas, sin ellas. Banderas sin escudos, pero levantadas como estandarte de la emoción. Hay vida en ese rincón de tres paredes.

Elías y Roberto culminan de pintar, aguardan unos minutos para poder pegar a los jugadores recortados y no dejar al esférico en completa soledad.

-Quedó fregón.

-Me cae que sí.

Pegan a los futbolistas de papel (leyendas de antaño) en posiciones de batalla, reducida en número de protagonistas, pero partido a final de cuentas. Destaca al centro de la tribuna el abuelo, identificado por su boina, el bigote tupido y su rostro que parece expulsar la mandíbula de tantos gritos que desprende.

-Ahora sí, despiértalo.

No hace falta. El anciano tiene los ojos abiertos, llenos de lágrimas, repletos de gratitud.

Al caer la noche

-Qué bueno que te gustó.

-Y eso que solamente te pedí que me sorprendieras.

-Era lo menos que podía hacer por ti.

-Ayúdame a levantarme.

-Pero abuelo…

-Dije que me ayudes.

Con muchos esfuerzos, el anciano logra incorporarse. Jala a su nieto hacia la pared donde reluce su rostro, se recargan en la misma.

-¡Goooooooool!

-Abuelo…

-¡Goooooooool!

-¿Qué haces?

Así, el abuelo le brinda a su nieto un regalo: se levantó de la cama, extendió la vida en un instante que son años y lo vio donde mejor se siente.

-Quiero pedirte un último favor.

-¿Cuál?

-Saca de aquí la televisión. ¡Estorba!

Por Elías Leonardo

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