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La épica del llano

Para nombrar todo lo que supone estar aquí en la Tierra, el poeta Eugenio Montejo inventó el término «Terredad». Y como apunta Antonio Deltoro, “es la comunión de todo lo que comparte este milagro de estar en ella a bordo, casi a la deriva, por el Sistema Solar y en la galaxia: en el misterio”.

Sin embargo, la experiencia del tiempo y el espacio en un mundo dominado por los grandes descubrimientos científicos, así como por la industrialización, que transforma el conocimiento en tecnología, nos ha impuesto la creencia de que aquello que habita en la tierra no tiene misterio, y que todo lo que ocurre en ella es una consecuencia lógica del intelecto puesto en práctica. Que el asombro es asunto del pasado y que la normalización de la grandeza es lo que rige ahora nuestras emociones. La velocidad con la que el mundo evoluciona (avanza sería más preciso) nos vuelve presas de la pirotecnia y la sorpresa; la modernidad en que vivimos es un movimiento permanente que extingue la naturalidad
de los objetos, que les resta su prístina espontaneidad al ser predichos por nebulosos algoritmos.

Nada en el presente nos asombra, ni siquiera la naturaleza, que ya no guarda misterios salvo para quienes habitan las regiones más remotas y encuentran su cotidianeidad alimentada, todavía, por la magia de un mundo medianamente en sombras.

Frente a una realidad que nos embarga y nos oprime, la inercia es lo único que tiene sentido. Somos individuos que se niegan a los hechizos sobrenaturales de otros individuos, pero que nos vemos seducidos por esbeltos simulacros que adornan las pantallas. Es por eso que cuando aparece en el horizonte alguien que hace sobresaltar nuestra sangre común, nos aferramos a él hasta exprimirle toda su humanidad. Construimos en derredor suyo mitologías que los separan del resto de nosotros y glorifican sus acciones, y que sirven como guía para nuestras propias aspiraciones y deseos.

En ausencia de dioses que adoptan figuras antropomorfas, hemos optado por venerar a quienes multipliquen el asombro y el misterio, a quienes nos den, como quien acerca una verdad absoluta, la certeza de que nada esta escrito todavía.

El mundo que nos define está poblado de hechos complejos y simples, es un mundo concreto tejido por relaciones y combinaciones de cosas, objetos y entidades que nos “ocurren” casi de manera simultánea, de ahí que no resulte extraño que ante el primer resquicio de emoción, ante la algarabía de encontrar a alguien que sobresale de entre la maleza, corramos a apropiarnos de él y de su genio, con la única esperanza de que el asombro no termine. Esto no es exclusivo de nuestro tiempo aciago.

Cada época moldea sus propias figuras divinas, erigidas sobre personajes con alguna destreza o habilidad que creíamos imposible de lograr: un salto de longitud más largo que los otros, el levantamiento de una pesa que creíamos inamovible, la producción de una nota vocal que suponíamos exclusiva de las aves. En torno a estos personajes y su origen formamos una narrativa que sustenta su calidad de seres tocados por la gracia, aunque este origen, ciertamente, sea tan pedestre como el nuestro. En ellos subyace el germen de lo divino, y de lo divino deviene el misterio y el asombro. Nos atraen no porque sean excepcionalmente buenos, sino porque son excepcionalmente asombrosos.

Aun cuando se ha dicho que los mitos, sin importar de dónde provengan, son la expresión de un pasado que nunca tuvo presente, la realidad es que, en cierta medida, los mitos son una objetividad de la experiencia social, es decir que se construyen a través de diversas experiencias individuales que, sumadas unas a otras, nos dan como resultado un corpus nuevo que expresa aquello que anhelamos.

Un ejemplo de esto fue George Best, el jugador de futbol y figura emblemática del equipo inglés Manchester United, quien durante las décadas de 1960 y 1970, cuando el conflicto norirlandés estaba en su punto más álgido, logró entablar un diálogo distinto con las personas que habitaban los dos extremos de los “muros de paz”, edificaciones que separaban a católicos y protestantes, impidiendo que se mataran los unos a los otros en una guerra, algunos dirían que sin sentido, que duró oficialmente hasta 1997. «El chico bonito con un juego bonito”, como solían llamarlo cuando debutó con solo 15 años, cruzaba estos estrechos como cualquier cosa, no porque fuera un renegado, sino porque era un genio dentro y fuera de la cancha, lo que le permitía tener la simpatía de toda la gente de Belfast.

Jugaba con la elegancia y velocidad de una gacela y el cerebro de un borracho optimista que a pesar de trastabillar siempre se mantiene en pie. Las historias en torno a su talento abundan por montones, como también abundan aquellas que hablan de sus fiestas e indisciplinas. Hedonista hasta la médula, no solo en la cancha despilfarraba talento, sino también dentro de los bares, en los que tuvo grandes actuaciones que se recuerdan con el mismo candor que aquellas que brillaron sobre el césped.

Durante las once temporadas que jugó para los Red Devils lo ganó casi todo, incluyendo el afecto de una ciudad que puso su nombre al aeropuerto. Ciertamente Belfast no era un buen lugar para vivir, mucho menos para que surgieran dioses; entre 1968 y 1975 la ciudad fue prácticamente zona de guerra, sin embargo, si algo nos ha enseñado la historia, es que las deidades tienen vidas turbulentas y no surgen donde deben, sino donde se necesitan.

La gente que abrazó el mito de George Best, lo hizo reconociendo, además de su gran talento, que ellos, los otros, nunca serían capaces de igualarlo. Es decir, que reconocen sus limitaciones y, por ende, su calidad de seres finitos. Si bien hubo un tiempo en que los mitos servían para dar significado a eventos y situaciones que no pueden ser explicadas de manera lógica, la modernidad con sus fuegos fatuos nos ha obligado a inclinarnos ante aquellas personas que nos permiten soñar con paraísos más cercanos y terrenales.

En un mundo donde la esperanza de vida oscila entre los 70 y los 80 años, ya no sabemos qué hacer con nuestro tiempo. Si viviéramos en la época de las guerras médicas, con el conocimiento de que la muerte duerme a nuestro lado, con seguridad adoraríamos a Apolo. Sin embargo, y esto es lo interesante, sin importar que no hayamos asistido a la batalla de Maratón, el mito sigue existiendo en su esencia, toda vez que lo que busca, y consigue ampliamente, es fortalecer la unidad de un grupo social al otórgale identidad, una identidad que suponíamos perdida u olvidada. Ejemplos como el de Best existen por todo el mundo y nacen cada día: Maradona, Pelé, Cuauhtémoc Blanco, porque lo que importa no es la densidad poblacional de sus adeptos o feligreses, sino el impacto que tienen en su cultura.

Para los habitantes del barrio bravo, «el Divo de Tepito» es una figura que los representa en cuerpo y alma, que los cohesiona y que los define como parte de una comunidad. El juego pícaro, bravucón y desinteresado fue su carta de presentación en el mundo. Corría por el campo como si acabara de robarse el espejo o los tapones de un coche nuevo; encaraba jugadores con fintas dignas de una pelea en el patio de la escuela y golpeaba el balón como si se hubiera formado en Italia y no en el Club América. Su juego nunca fue el más pulcro ni sus festejos los más moderados, en realidad habitaba las antípodas de lo que se podríamos llamar “elegancia sobre el césped”. Sin embargo, tenía la capacidad de canjear el pudor por atrevimiento. Una suerte de valentía que habita en los cuerpos de quienes saben que no hay mañana, y que lo impulsaba a jugar como si la portería fuesen
dos tabiques puestos sobre el piso y no los temibles postes de un estadio abarrotado de almas sedientas de emoción.

La brasileña Marta Da Silva es otro ejemplo de esa suerte de generación espontánea que hace nacer a las figuras en los lugares más adustos e imposibles. Fiel a la más terrible de las tradiciones de los deportistas latinoamericanos, proviene de una familia pobre y de un poblado que no aceptaba su pasión por la pelota. No obstante, y luego de desparramar su talento por el mundo, la ciudad por fin se rindió a ella y colocó a las puertas de su pueblo una portería gigante con la leyenda “Bienvenido a Dois Riachos tierra de la jugadora Marta”.

Enumerar todos los logros de la que es llamada “la Reyna del futbol”, epíteto ganado a pulso, sería abusar de la retórica, baste decir que entre su llegada al Vasco da Gama a los 14 años, hasta su arribo al Orlando Pride, su actual equipo en la liga estadounidense, se ha gestado una historia fascinante de futbol. Cinco Balones de Oro, más de 350 goles con sus clubes y más de 100 vistiendo la verdeamarelha, haciéndola la futbolista más ganadora en esta región de la vía láctea llamada Tierra. Gracias a ella este deporte se hizo más amplio, más incluyente y más hermoso.

Con Diego Armando Maradona nos enfrentamos a un fenómeno similar, pero de proporciones distintas. El Pelusa representa no solo para los argentinos, sino en general para los latinoamericanos que amamos el futbol, la figura de alguien que teniendo todo para fallar, consigue lo contrario. El vecino que salió del llano (los argentinos dirían “del potrero”) para hacer realidad el sueño de todos: la fama, la fortuna y el reconocimiento del mundo entero en un oficio por el que el resto de los mortales pagamos todos los domingos.

En torno a su vida futbolística, que fue notable hasta cuando jugaba mal, existe también la vida de los excesos: drogas, alcohol, fiestas, problemas con la mafia, sin embargo, como afirmó aquél que marcara dos de los goles más bellos en el Mundial de México 86 a una Bélgica completamente azorada por su talento, la pelota no se mancha. Esa cualidad de ídolo barriobajero es la que lo convierte en un Dioniso moderno, en palabras de Eduardo Galeano, “un dios sucio, el más humano de los dioses; mujeriego, parlanchín, borrachín, tragón, irresponsable, mentiroso”. A todas estas “cualidades” hay que sumarle también la de “ajonjolí de todos los moles”: presentador de programas de variedad, analista deportivo, dirigente de clubes, asesor y amigo de la izquierda bolivariana y castrista, director técnico de Argentina y de los Dorados de Sinaloa.

Cada triunfo que Maradona conseguía, cada balón guardado en  lo profundo de las redes, cada campeonato conseguido, representó para muchas personas una batalla mínima ganada, una revancha frente a una realidad adusta, como si el triunfo también nos llegara por contagio. Incluso en los momentos más complejos, la gente no se apartó de su lado. Si el dios caía, no lo hacía del todo. Hasta en la tragedia estuvo acompañado.

Somos parte de un mundo en el que todo ha de ser medido, pesado y confirmado, en el que todo ocurre en el pasado y el presente es una ilusión que miramos a través de la pantalla de un teléfono. Nada nos sorprende por completo; sin embargo, seres elementales al fin y al cabo, estamos en favor del asombro, porque muy en el fondo de nosotros sabemos que los milagros pertenecen a la tierra y que los dioses rematan de cabeza.

Negar que la gloria no está en el cuerpo, es tanto como negar que Cristiano Ronaldo no es un poco pájaro al levantarse para rematar un centro al área; sería tanto como pensar que Lionel Messi no concentra en sus piernas una energía misteriosa que le confiere el don de la ubicuidad, haciéndolo más veloz que la pelota; sería tanto como decir que los rivales de Ronaldinho no perdían sus facultades ante su presencia, hipnotizados por una suerte de hechizo tropical; sería decir, equivocadamente, que los goles de chilena y tijera de Hugo Sánchez no asombraban hasta el paroxismo, como ciertos milagros de la
naturaleza.

Las figuras que glorificamos nos vienen en una forma primitiva y salvaje, como lo es la realidad que nos circunda; una realidad que se palpa, una fuerza cultural que condensa las ilusiones y los anhelos de la gente. Los dioses del futbol están hechos a imagen y semejanza nuestra, andan por la galaxia con nosotros y son, al mismo tiempo, la revelación y el misterio.

El poeta Antonio Deltoro, una vez más, en su poema Futbol, nos dice que contra la dictadura de la mano, hay que cantar al pie emancipado por el balón y el césped, al corazón del pie, a su cabeza y a su vuelo aliado de Mercurio. Nos recuerda que hay que cantar a los pies fatigados de trabajar las sierras que llegaron al llano e inventaron el futbol.

 

Leer más: Jugando a ser Dioses

Por: Dalí Corona

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