Todos los que escribimos hoy día sobre futbol deberíamos agradecer a aquellos que se lanzaron un día al frente contra una cultura que barbarizó al balompié y sacralizó las letras; cultura que insertaba la idea de que el arte de la escritura, para ser grande, solo podía hablar de lo trascendente, de aquello que atraviesa la historia de los sujetos y de las naciones. De repente, el resurgimiento del juego de pelota venía acompañado con una serie de jugadores que se atrevieron a afirmar que las letras deben hablar también de lo inmanente, de lo que proviene de abajo, de la adrenalina de las multitudes.
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La materia prima de la literatura, como todo arte, es la vida pletórica del espíritu. Este arte tan obstinado, alcanza sus momentos más álgidos cuando escribe desde los recovecos más inéditos de la existencia y los muestra en plena letra. El escritor de literatura evoluciona sus sentidos y nos muestra otros modos de ver lo real.
A diferencia de la televisión o el cine actual, la literatura desarrolla y produce la evolución del poder humano que arrasa todo lo demás: la imaginación. Este elemento que obviamos tanto y nos parece tan simple, es el que ha permitido desconfigurar la realidad, descomponerla, pero esa descomposición es más real que lo que sucede “allá afuera”.
Uno de los escritores que tiene claro este asunto es Milan Kundera, quien se considera a sí mismo “un escritor sin un mensaje” . Efectivamente, a varios críticos de la literatura se les dificulta insertarlo de manera clara en una tradición ideológica. Su formación procomunista no le impide ser un severo crítico del cualquier tipo de totalitarismo. Ni por la banda izquierda ni por la derecha, ni en defensa ni en ataque, pura zona de control y de traslado (de mediación evanescente). No es casualidad que una de sus influencias principales –a lado de Robert Musil- sea Friedrich Nietzsche.
Por ejemplo, en el segundo cuento “La dorada manzana del eterno deseo” de su escrito El libro de los amores ridículos, Kundera nos presenta a Martín, un verdadero enamorado de la seducción. Su teoría acerca de que hay dos momentos previos a la seducción, el “registro y contacto”, nos muestra que el trato con el otro –al igual que el futbol- es un asunto de tácticas y estrategias. El “registro” se encuentra en poder hacerse de una cantidad suficiente de personas que todavía no entran en nuestro territorio de seducción; se encuentra –entonces- fundamental aprenderse los nombres de todas esos seres con las que podríamos llegar al siguiente nivel.
El “contacto” es la acción misma de conocer a ese ser humano, y de generar –podríamos complementar- esa comodidad que permite tener acceso a él o ella. Este doble paso es tan importante en Martín que puede llegar a decir nuestro narrador:
“Si uno disfruta mirando hacia atrás para vanagloriarse, pone el acento en los nombres de las mujeres amadas; pero si mira hacia delante, hacia el futuro, debe preocuparse, sobre todo, de tener a suficientes mujeres registradas y contactadas”.
La paciencia se torna entonces fundamental. Sin registro y contacto se está más cerca de lo inmediato y primitivo, al grado que se puede llegar a afirmar estas líneas. “Por encima del contacto sólo existe ya un único nivel de actividad, el último, y quisiera señalar, para hacerle justicia a Martín, que aquellos que sólo persiguen este último nivel son hombres míseros y primitivos que me recuerdan a los jugadores de fútbol de pueblo, que se precipitan irreflexivamente hacia la portería del adversario, olvidando que lo que conduce al gol (y a muchos goles más) no es la simple voluntad alocada de disparar, sino, ante todo, un juego preciso y honesto en el medio campo.”
Solo los lectores que han jugado al futbol pueden comprender a ciencia cierta esta metáfora. Ese juego preciso y honesto en el medio campo es un asunto –entre otros- de templanza, de paciencia y de prudencia; es lo propiamente espiritual. Es la represión de lo inmediato donde se encuentra lo más elevado del espíritu, por ello, la seducción no es simple sexo, lo espiritual es no desbordarse al frente como los jugadores de pueblo con esa voluntad alocada de disparar.
Por eso podríamos afirmar que Milan Kundera recorre también en su literatura la media cancha, muy cercana a la contención. Escribir en la media cancha (en esa zona de traslado, en este espacio de control, en el territorio del toque certero) es esperarse a no mostrar desde el principio todo lo que se tiene que decir, es no desbordar las letras. Jugar y escribir en la media cancha tiene el mismo principio que la cocina o el erotismo, hay que esperarse para hacerlo mejor: paciencia y nos amanecemos, despacio que llevo prisa.
Por: Julián Náder / @NaderJulian