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Estadios

Decir que los estadios de hoy un día no son ni la mitad de lo que eran los de antes no es un mero recurso periodístico ni literario, es la realidad de los cambios que se están presentando en los templos del futbol. La palabra estadio proviene del latín stadium, evolución de stádion, de origen griego, y sirve para mencionar una construcción o recinto con grandes dimensiones y con graderías para los espectadores, destinado a competiciones deportivas. El significado no ha cambiado, pero la estructura, el interior y la capacidad de los mismos no puede decir lo mismo.

Durante el siglo XX, el futbol tuvo un crecimiento difícilmente esperado incluso para los más positivos, sin embargo, ganó tal popularidad que es considerado como el deporte rey a nivel mundial salvo contados casos que aún se decantan por deportes regionales. Dicha expansión del balompié se produjo gracias a la globalización, y aunque hoy en día hablar de futbol y negocio es casi hablar de la misma línea, no siempre fue así. Los primeros jugadores, aquellos que fundaron equipos para matar el tiempo y generar identidad, ni siquiera cobraban salarios por jugar, lo hacían por mera diversión. Los clubes eran llevados por los socios o algunos representantes que poco y nada hablaban de dinero, pero con la llegada del público surgió una nueva cuestión: los estadios.

Todo equipo quiere tener un sitio para identificarse, una casa, un recinto donde la cotidianidad de los fines de semana genere un vínculo con los aficionados.

Todo equipo quiere tener un sitio para identificarse, una casa, un recinto donde la cotidianidad de los fines de semana genere un vínculo con los aficionados. Antes, las grandes obras arquitectónicas dedicadas al deporte eran un reflejo del potencial crecimiento del futbol y el impacto social que estaba cobrando. El ejemplo más representativo es el Estádio Jornalista Mário Filho, mejor conocido como Maracaná, que se construyó con un solo fin: demostrar el poder futbolístico de Brasil con el regreso de la Copa del Mundo después del periodo de guerra y ayudar a que el festejo del cantado campeón tuviera más eco. Desafortunadamente, todos conocemos la historia de los once uruguayos que retaron a la historia y al destino.

Ante la última Copa del Mundo, la de Brasil 2014, el Maracaná disminuyó su capacidad de cientos de miles de aficionados a 80,000 solamente: ni siquiera quedó la sombra de los 200,000 espectadores que presenciaron la final de 1950. Lo mismo ocurrió con otra sede Mundialista que vio a Pelé y a Maradona coronarse en la cima del mundo: el Estadio Azteca. El gigante de la Ciudad de México, también conocido como el Coloso de Santa Úrsula, fue construido para recibir a 120,000 espectadores, pero los últimos trabajos de remodelación redujeron su capacidad a 85,000 asistentes. Eso hablando de los grandes estadios que han visto mermados los espacios para la afición. Pero, ¿qué razón sustenta estos cambios y fomenta la construcción de estadios cada vez más pequeños?

Aquellos que ven en el futbol una oportunidad de negocio han tomado las riendas del balón. Los salarios de los jugadores y las cifras de traspaso son casi impronunciables, los dueños de los equipos son millonarios de otros países y, cada vez, el aficionado común y corriente, ese que se enreda en los colores de su equipo, tiene menos voz en donde antes podía manifestarse libremente. Como lo dijo el exreferente de Francia, Didier Deschamps, “quienes están en las tribunas no son los aficionados que suelen sufrir el viento y la lluvia para apoyar a los suyos, sino los amigos de las corporaciones y los tarjeta habientes [sic] de platino”.

Los escritores Jorge Luis Borges y Bioy Cazares, dos referentes de la cultura en el siglo XX ya habían anticipado este hecho aún cuando eran detractores del futbol, pues aseguraron que “los estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio”. El papel de la televisión en los estadios ha sido fundamental, ya que, en la actualidad, los grandes estadios de futbol son los grandes sets de la televisión que sirven para transmitir en tiempo real. Es cierto, «el estadio, como lugar privilegiado donde se producía la relación deporte-hincha o espectáculo–espectador, se transforma funcionalmente», pero dicha función ha dejado de lado a los dueños de la pasión para abrirla a los dueños del dinero, quienes se basan en la ley de la oferta y la demanda. Dicha ley dice que cuando hay exceso de oferta, el precio al que se están ofreciendo los productos es mayor que el precio de equilibrio. Por tanto, la cantidad ofrecida es mayor que la cantidad demandada, lo que lleva a que los oferentes bajen los precios para aumentar las ventas. Sin embargo, en los nuevos estadios de futbol pasa lo contrario, al disminuir la oferta, la demanda incrementa y los precios se disparan.

De igual forma, los boletos de los estadios han aumentado su precio debido a que «a cambio del tamaño se dan una serie de servicios que hacen una mejor experiencia que promueve que el aficionado vuelva, simple mercadotecnia». Ya no es suficiente ver un partido de futbol en hileras de concreto que apenas se usan para descansar en el medio tiempo, las adecuaciones deben incluir servicios de lujo y de primer nivel para ofrecer al aficionado una experiencia –según se dice– completa y que invite a regresar a la zona de confort que ya no se basa simplemente en el nivel de juego ofrecido dentro del terreno de juego.

Asimismo, un estadio sin llenar representa pérdidas para quienes poseen los derechos de transmisión y los patrocinadores, por lo que es más rentable tener sitios más pequeños y llenos, que cientos de grandes estadios a mitad de capacidad. Claro ejemplo de ello es la liga mexicana. Los recintos futboleros de México ocupan el 5º sitio en promedio de asistencia, solo detrás de Alemania, Inglaterra, España e Italia. Se calcula que cada juego en México promedia 22 mil espectadores, es decir, ni un quinta parte de lo que fue en su día el Azteca, que ahora ofrece una zona llena de comodidades pero que no responde a los estándares del aficionado del Club América, quien juega ahí cada quince días.

Si esperamos que estos nuevos lugares se hagan de una memoria y un recuerdo, nosotros habremos pasado de largo en esta vida llena de futbol.

Contrario a lo que podría pensarse, el aficionado común no desapareció, tuvo que adecuarse a los nuevos sitios y ahora ocupa las localidades más baratas mientras se beneficia a una minoría que pueda pagar ciertas amenidades y con la que se crea un nuevo tipo de aficionado-consumidor-élite. Lo mismo sucede con los nuevos estadios del país que responden a dicha tendencia. Monterrey dejó de jugar como local en el Tec y ahora lo hace en el estadio BBVA Bancomer, mientras que las Chivas dijeron adiós al Jalisco para instalarse en el Estadio Chivas, antes conocido como Omnilife. En ambos casos también puede notarse la injerencia de las marcas y los patrocinadores al ser quienes dan nombre a dichos lugares, otro mal del futbol moderno y que caracteriza a quienes llevan la batuta a la hora de tomar las decisiones que tienen que ver con los estadios. Por si fuera poco, la capacidad de ambos recintos ronda los 50,000 aficionados y a pesar de algunos huecos en las tribunas, los aficionados han empezado a adaptarse a la nueva situación y han sabido comprar su pasión, la misma que les debería pertenecer por derecho casi natural.

Ya lo dijo el uruguayo Eduardo Galeano: «No hay nada menos vacío que un estadio vacío[…] No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie. El estadio del rey Fahd, en Arabia Saudita, tiene palco de mármol y oro y tribunas alfombradas, pero no tiene memoria ni gran cosa que decir», y si esperamos que estos nuevos lugares se hagan de una memoria y un recuerdo, nosotros habremos pasado de largo en esta vida llena de futbol.

Por: Obed Ruiz/@ObedRuizGuerra

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