Juan vivió en varios sucuchos entre la ciudad antigua, el barrio al sur y el candombe aduana. Donde estuvieron más tiempo con sus viejos y su hermano chico fue cerca de la esquina de la canción de Jaime. Ya era entonces una pateada ir hasta el Guruyú, pero se hacía. A veces se armaba en la canchita del AEBU, en la intemperie donde nace la calle Durazno constantemente.
Juan era de esos gurisitos que jugaban todo el día a la pelota. Todito el día. Era diestro, era recio, le gustaba ganar. Entró a crecerle el lomo y era áspero. Jugaba en un par de cuadros del barrio y en todos los improvisados pensamientos que se hacen carne cuando la pelota pica torcida y hay dos arcos rayados con piedra en el asfalto. Lo más puro en un cuadrilátero imperfecto. En la vereda sigue.
Entró en las inferiores de Miramar pero le quedaba lejos, estuvo un tiempo. Jugó con la mil rayas, hizo un gol, lo expulsaron y se hizo amigos para siempre. Pero Juan sentía que el barrio lo extrañaba y que él extrañaba al barrio cuando andaba lejos, practicando centros, mordiendo talones, en canchas inhóspitas donde los bondis llegan vacíos.
Volvió a la Liga Guruyú y fue parte del viento. Lo querían casi todos pero él era fiel al Yacaré. Lo tentaron de Mar de Fondo para jugar en la C. Debutó en primera con 17, con la carpeta de haber quebrado la voz como en un poema de Gabilondo, gritándole un gol a medio barrio. Con una cancha tatuada en la cadera, quebrada también en los surcos de una carrera sempiterna que solo se trata de volver a empezar. A Mar de Fondo siempre volvió. Ahí encontró asidero. Fue como un nido, lo es aún. Siempre lo esperan.
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Su mejor momento fue en Villa Española. Ahí entendió cosas sobre el amor. Pensó que el amor que le tenía aquella gente al cuadro era parecido al amor que le tenía él al barrio y el barrio a él. Volvió a extrañar. Del barrio nunca terminó de irse. Volvió a Miramar hasta que los dirigentes lo pudrieron, otarios. En ese tiempo solo ganaron los clásicos del muro. De visitante y de local. Pelearon el descenso.
Jugó en La Luz y en Uruguay Montevideo, el más grande de la C. Siempre todo parece apagarse y volver a prenderse como bombitas fallidas. O como luces de la calle alternadas por ramas pendulares.
Hacía un tiempo ya que a su amigo lo habían mudado a la casa grande. O así la llamaba él. Siempre había andado en transas el Víctor. El DT le decía Juan, porque armaba jugadas increíbles para que otros definieran. «El gol es como un saquecito», decía. Juan no sabía nada de saquecitos, apenas lo que había registrado en los ojos de otro, apenas, esas narrativas intermitentes de una noche de alcohol.
Juan amaba al fútbol y el DT también, aún lo aman. Pero el DT lo amaba desde el alambre indefinido de la televisión, desde el borde abismal de la línea de cal, desde los recuerdos vanos de que en algún momento supo descoserla. Juan, lo amaba de otra forma. Juan amaba entrenar, correr atrás de la pelota cuarenta veces para levantar el mismo centro y anotar en la memoria del cuerpo la posición del pie con el útil, la intención de la mirada como si fueran los ojos del mismo pie. La caricia, la fuerza justa, el rozamiento mágico del cuero con el cuero y el colchón.
Hacía un tiempo ya que a Víctor lo habían mudado a la casa grande. No era la primera vez, ni sería la última. La casa grande es el barrio cercado. Son garitas altas en los córner con ametralladoras prontas. Las 23 horas de encierro, el patio como un infierno, la noción constante de que hay cortes en la vuelta. Pero Víctor sabe que vivir ese paréntesis es una posibilidad, así la transita, y sigue dirigiendo desde adentro las transas del afuera.
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Cuando Juan atraviesa el escáner piensa que se quedó sin cuadro, que en la Liga Guruyú no agarra un mango y que los cuadros de la C que lo quieren están en la lona. Pero Juan es terco, está pisando los treinta y no afloja la cantinela futbolera en las sienes. Piensa en la carrera que ha tenido, con altibajos, pequeñas glorias inolvidables, el descenso que pelearon con Miramar, el ascenso que murió en la orilla con Villa Española, el gol aquel en La Luz contra Alto Perú que se lo dedicó a su hermano, las veces volviendo a la sede de Mar de Fondo ahora convertida en el Museo del Cannabis. Piensa si le hicieran una entrevista qué diría de sí mismo, de su barrio, de su corazón remendado con telas de camisetas sudadas.
Se abrazan, hace tiempo que no se ven. El DT le pregunta por la vieja, por la otra, por los pibes y por las jugadas, porque algunas jugadas Juan ya las sabe. En cierto momento Víctor le comenta a Juan la posibilidad real de viajar a España a hacer una de esas jugadas. Cuando hablan en el salón de visitas donde el viento se instala como una serpiente fría que arremete los cuellos, llevan cierto código de metáforas: Víctor habla de un par de zapatos blancos de fútbol, que pesan un kilo por pie, como si del hastío de un jugador veterano hablase.
Era cuestión de días tener los pasajes para viajar como turista y la guita para hospedarse unas diez noches; una vez en España recibiría el paquete con los botines blancos. Juan pensó en Madrid sin conocerla, cuando pensó en Barcelona pensó en Suárez, cuando pensó en Suárez pensó en otro volver a empezar, uno más, esta vez más lejos de casa que nunca, como el parche león de una miseria, atravesada por la narrativa de la existencia. Extrañó el barrio sin haberse ido. De solo pensarlo se le instaló un suspiro adentro, como una ameba de aire parecida a la ansiedad, cercana a la urgencia.
A la familia le dijo que un representante le había conseguido una prueba en el Sant Andreu y en el Europa, pero que eran rivales y, bueno, que había que ver y la perorata. A él le gustaba más el Sant Andreu porque eran zurdos, decía. Hubo despedida a las corridas con asado al cordón de la vereda, vino con Sprite y tamboriles, selfies nostalgiosas y abrazos desmedidos. Al llegar a Barcelona lo esperaría otro amigo de su amigo a quien conocía de las vueltas del barrio pero con quien nunca había hablado. Después de hacer la jugada, Juan tenía la posibilidad de resolver si venía como tenía marcado el pasaje o se quedaba a seguir probando suerte con otros botines blancos venideros incluso más pesados, y con los negros estirar su carrera de ascensos remotos.
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En una conversa su madre lo puso en contacto con una vieja amiga que vivía en un pueblo cercano a Barcelona, cerca del apartamento de su hijo, con quien supuestamente jugaban juntos cuando eran chicos en los partidos que se armaban en la plaza donde dobla el 180 por Lindolfo Cuestas. Juan la verdad que no se acordaba del gurí, pero no le importaba, debía jugar poquito a la pelota. Se fue del hostel al apartamento del hijo de la amiga de su madre. Siguió adelante con la narrativa de su carrera y de que estaba buscando club y las diferentes excusas que encontró para describir las negativas a las pruebas a las que ni siquiera había acudido.
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Desde la casa grande llegaron novedades sobre los botines blancos. Que vienen desde Uruguay con otro amigo al que hay que conseguirle alojamiento. Que sale, dice. Juan en lo único que piensa es en el equipo titular y en que el campeonato empiece cuanto antes. Y en la guita, unas chapas apenas para zafar, otros bronces para mandar a Uruguay.
Cuando fueron a encontrarse con el susodicho que traía la magia que Juan repartiría por la vuelta para convertirla en el vil metal de sus ansiedades, quedaron en reconocerse con un libro en la mano que ambos llevarían. Juan eligió el de Huxley, Un mundo feliz, el otro llevó uno de Agatha Christie. El trámite fue rápido: entrar, una birra, una mochila que llega en un hombro y se va en otro. Ahora el hilo seguía con un tano al que no le gustó nada lo que a Juan le habían vendido como oro. El otro pibe tenía que volverse con la guita y el tano no quería saber nada con la calidad de la cuestión. Entonces Juan entró a recorrer la noche catalana con las balitas ordenadas prolijamente en un bolsillo del gamulán. Sintió la libertad en el trille solitario de la noche. Como cuando agarra la defensa adelantada y en dos zancadas se aproxima al área. Juan solo pensaba en los colores de una tribuna ardiendo.
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Hubo días inundados de melancolías, de escuchar a Jaime en el celular, de tamborilear la mesa buscando el compás y llorar sin gracia y sin entendimiento. Juan se metió adentro aquello de que el barrio lo extrañaba y con eso, volvió a salir a la calle con las bolsitas que le estirarían la chance de seguir jugando.
En el camino conoció un guía argentino que andaba en una parecida, un veterano que parecía un ejecutivo y otra loca cuentera que traía jugadores de Sudamérica y pasaba falopa de costado pero también se la tomaba. “Nunca tomes de la tuya”, repetía Tony Montana en Caracortada. Eso Juan lo tenía claro, aunque ahora ya sabía de qué se trataba esa sensación de euforia que termina indefectiblemente en una angustia tardía y aguda de tanto mandibular. Mandó algo de guita con el pibe que había hecho la movida que se llevó la suya y la de su amigo, el de la casa grande.
Con lo que le quedó quiso montar su propio negocio pero le salió torcido. Así funciona. Volvió a quedar sin un mango pero transó con el veterano que parecía un ejecutivo y por otro lado jugó con el argentino disfrazado de guía turístico. De casa grande, además, siempre se podían esperar noticias. En el cuadro ya se había ganado un lugar. Era áspero, era diestro, y recio. Y le gustaba ganar a Juan.
*Texto que salió primero en túnel
Por: Agustín Lucas